En situaciones como la de este año opera una selectividad higiénica que conviene ensayar en las circunstancias más difíciles. Esta es una de ellas. Entre mis mejores recuerdos se hallan unas largas horas vividas en la campiña de Roma bebiendo una botella de falesco con la luz ocultándose en el horizonte mientras se desvanecía la tarde, y la noche estrellada y serena acudía al encuentro. Y eso que el campo y, en particular, la campiña romana, sigue siendo como escribió Attilio Brilli el lugar predilecto de la desmemoria, lleno de restos imponentes en los que parecen haberse fosilizado las épocas y poblado de artificiosas figuritas, esbozadas de acuerdo con una antigua tradición pintoresca, una especie de prolongada y casi agotada animación de los grabados de Pinelli. Esa estampa de los ladrones asaltando a una familia que viaja en carruaje, la imagen bucólica de los campesinos a lomos de burros, o los títeres entreteniendo a los lugareños. ¿Conocen a Pinelli? Bartolomeo Pinelli (1785-1831) era un extraordinario dibujante que con su trazo iluminaba cualquier tablilla casi siempre con remarcado espíritu alegórico. En una de ellas, bastante conocida, Don Quijote y Sancho están sentados en un banco escuchando las historias que relata un charlatán que lleva un mono subido al hombro. Todas esas imágenes y otras muchas han mudado de acuerdo con la percepción a lo largo de los siglos. Herzen, en sus cartas desde Italia, de 1847, cuenta la pobre impresión que le causa el campo desértico, los desolados contornos, los horizontes opalinos. Los burros cansinos, siempre los burros, las mujeres ataviadas con vestidos chillones, el fardo con las verduras en la cabeza. A Goethe la campiña romana le evocaba África, mientras observaba a las búfalas, portadoras de la leche de las mozzarellas, como hipopótamos, “con los ojos salvajes inyectados en sangre”. Pero aquella tarde de verano yo no veía nada de eso, únicamente un sol que declinaba tras un día especial. Y la botella de Montiano se dejaba beber, del mismo modo que el pecorino no ponía mayor inconveniente.

En los pueblos y las aldeas de la Ciociaria, y los alrededores de Roma, la comida básica sigue siendo la de los pastores, tortas de pan con queso, suculentas aceitunas y cebollas. Si surge el agnello (cordero) el viajero no se encontrará distinto que en una trattoria de la Ciudad Eterna. No hay día en que no quiera volver allí, durante la negra sombra del confinamiento, Roma es una de los lugares que están en la conversación para regresar en el momento que se pueda. Los romanos jamás aburren ni siquiera con esa obsesiva cronología que podría parecer fastidiosa de los usos y costumbres culinarias; por ejemplo, la tradición de los jueves de comer los ñoquis, elaborados con sémola, no con patata como en otros sitios. La temporada de la cicoria pazza, la achicoria loca, guisada simplemente con peperoncino, ajo, aceite de oliva y sal, esa especie de escarola amarga que tanto le gustaba a Domenico Modugno, autor de Volare (Nel blu di pinto di blu), la canción famosa que ha invitado generación tras generación a la felicidad. O cuando hay que esperar a abril para comer las mejores alcachofas asadas en los sarmientos: las cimarolo, la romancesco, la mammole de Castelli Romani, o las catanese de Albano.

En Roma, comiendo cerca del Gianicolo, me enteré de la historia de Umberto D’Amato, conocido por “el policía gastrónomo”. D’Amato trabajaba en el Ministerio del Interior y estuvo ligado a las actividades ilícitas de la logia masónica P2. Pero antes de eso recababa información en los restaurantes sobre las personas que los frecuentaban. Escribió un libro muy curioso titulado Menú e dossier, donde cuenta cómo logró desenmascarar a un miembro de la organización terrorista de extrema derecha OAS que se hacía pasar por italiano pero que cometió el error de pretender comprar chalotas en un mercado de Testaccio, delatándose él mismo. ¿Un romano comprando chalotas? ¿Cuándo se vio?

Es ahora, en estas circunstancias tan adversas, cuando un año terrible se acaba para dejar paso a otro poblado de incógnitas, el momento de manosear algunos de los buenos momentos vividos en los lugares donde no nos importaría perdernos. Yo, al menos, pienso seguir haciéndolo sin miedo de volver a los recuerdos para que se desgasten, como le he leído estos días a Ignacio Peyró en Ya sentarás cabeza (Libros del Asteroide, un diario que arroja destellos de gran autor). Les recomiendo el ejercicio de recordar para continuar perdurando. Que el año que viene nos sea leve.