Ahora existen muchos Clubs de Lectura. Cada vez más descafeinados porque lo que la gente quiere es escribir, aunque no haya leído un libro en su vida. Los libros que leemos son la plantilla donde aprendemos, más o menos a trompicones, los renglones de la escritura, una escritura que siempre será, como decía Wallace Stevens de la poesía “una nimia cosa de aire que vive vacilantemente”. El tembleque que te entra cuando abres un libro es el mismo que enhebra —como el hilo y la aguja de posguerra— la mano que escribe y la página que se resiste cabezonamente a ser huella indeleble de lo que se cuenta.

Leer es hacer memoria. Y no sólo la de cada cual, sino la que nos junta con otras memorias, con el tiempo en que éramos algo diferente a lo que ahora somos, con las historias que si no hubiera sido por los libros se habrían quedado en el rincón menos visible de nuestras vidas. Leer el excelente y rigurosamente documentado libro Círculo de Lectores, de Raquel Jimeno, no es una vuelta al pasado, sino vivir una aventura que hoy nos conmueve como si fuera la primera vez que la vivimos. Escribe la autora: “El club incidió en la apertura del horizonte intelectual de un público que, en el momento de su fundación, no tenía acceso a la cultura, por lo que cumplió de esta manera una labor de incubadora de lectores”. Vivimos un tiempo de borrón y cuenta nueva, aunque sea para darnos cuenta de que esa cuenta nueva es la que ya hacía nuestra abuela en los tiempos del hambre. Por eso, libros como éste nos hacen falta, seguramente más que nunca. En sus páginas viven otros libros, los nombres de quienes los escribieron, las estrategias de quienes diseñaron un proyecto editorial que no ha tenido igual en la cultura española contemporánea.

Dicen que los prólogos son la parte más prescindible de un libro. Tal vez por eso, ahora se estilan los epílogos. Pero quiero afirmar con toda contundencia que el prólogo que escribe Ignacio Echevarría para Círculo de Lectores es imprescindible si queremos entender, desde esa emoción que nos viste de herencia personal y también de lo que esa herencia personal tiene de política, lo que fue esa hermosa labor que el Club, en palabras de la misma Raquel Jimeno, “empezó a desarrollar en un país que, una vez superada la etapa de posguerra de mayor autoritarismo y dificultades económicas bajo la dictadura instaurada por Franco en 1939, trataba en aquel momento de abrirse tímidamente al exterior”. Esto sucedía en 1962 y durará hasta noviembre de 2019, cuando la editorial Planeta, que lo había adquirido cinco años antes, acabaría liquidándolo de una manera tan abrupta como poco justa con lo que el Círculo había representado en su más de medio siglo de existencia.

El alma de ese proyecto fue Hans Meinke, que lo transportó de unos comienzos llenos de entusiasmo imaginativo a la modernidad. ¡Qué bien lo explica Echevarría!: las casas sin libros se iban llenando poco a poco con esos ejemplares que te llegaban de la mano de unos “agentes” que, sonrisa en la cara y una revista en mano como contraseña, llamaban a tu puerta para ofrecerte formar parte de un club increíble para aquellos tiempos, el que juntaba a la gente con esos objetos rarísimos que eran los libros. Era una manera de ir conformando tu propia y modesta biblioteca. Pero, sobre todo, formar parte del Círculo de Lectores fomentaba un “sentimiento de pertenencia”, ese sentimiento que tanto se echa de menos en las estrategias actuales de las grandes editoriales, cuando la búsqueda de un público, que era la esencia del Círculo, “parece haberse disuelto en la categoría a la vez más técnica y más abstracta de mercado”. Con el tiempo, las propias estrategias del proyecto impulsado por Meinke fueron ampliando su campo de representación: las artes plásticas, la música y el cine formaron parte de una auténtica empresa cultural que abarcaba mucho más que la literatura. Pero nunca dejó de ofrecer lo que fue su principal seña de identidad: la escritura mejor de la literatura universal mezclada con la que en España se abría camino en medio de las precariedades a que muchas veces la condenaban intereses espurios y las barrabasadas del mercado.

Mi casa era una casa sin libros, como tantas otras en que la supervivencia poco sabía de otra cosa que no fuera hacer cuentas para salir adelante sin florituras de ninguna clase. Y los libros eran, seguramente, una de esas florituras absolutamente prescindibles. Por eso mis primeros libros, y muchos de los que después irían llegando, fueron los del Círculo de Lectores. Comprados a cómodos plazos, vistos a colorines en la revista que ofrecía trimestralmente los títulos más recomendados, leídos como si en sus páginas vivieran clandestinamente nuestros sueños, esos sueños que una dictadura infame nos robaba a golpe de analfabetismo y represiones a destajo. De ahí, pues, la gratitud infinita a la editorial Ampersand, a Raquel Jimeno y a Ignacio Echevarría por este acercamiento a mi memoria personal que es, a la vez, la de tanta gente que, en ese cadencioso toc toc, adivinaba la presencia entrañable del Círculo de Lectores al otro lado de la puerta.