El reconocido cineasta Steven Soderbergh suele despistar a menudo con sus vaivenes artísticos. A título particular, yo me decanto por sus trabajos iniciales, en los que parecía conducirse con una mayor vitalidad. Gracias a Sexo, mentiras y cintas de vídeo triunfó en 1989 en el Festival de Cannes y por su guion obtuvo su primera nominación al Oscar. Traffic, sin duda su mejor obra, le reportó también la estatuilla dorada al mejor director en 2001. Asimismo, me declaro admirador de otros títulos más menospreciados, como Out of sight (Un romance muy peligroso) o Solaris. Me pareció igualmente interesante su visionaria perspectiva de un virus mortal reflejada con espíritu casi documental en Contagio. A partir de ahí, aunque su mera aparición en los títulos de crédito aporte presunción de categoría y excelencia, la decepción me ha acompañado en la mayor parte de sus estrenos más recientes.

Ahora presenta Déjales hablar, su nueva aportación al Séptimo Arte a través de la plataforma HBO. Se trata de un largometraje irregular sostenido por buenas interpretaciones y diversas secuencias que albergan una modesta brillantez, si bien con un lastre que hunde el film sin remedio: la falta total de interés hacia una trama vulgar que se empeña en avanzar sin ningún argumento destacado. Tal es así que el propio título (Déjales hablar) se torna ironía y, cual boomerang, termina por volverse en contra, pues una de las principales reglas a la hora de contar una historia es tener algo (interesante) que contar. El hecho cierto es que durante prácticamente dos horas me esforcé en hallar la razón de esta apuesta, pero no encontré respuesta alguna.

Meryl Streep.

Una célebre escritora debe viajar de Nueva York a Londres para recoger un prestigioso premio literario, pero su fobia al avión conlleva que opte por atravesar el Atlántico en el lujoso crucero Queen Mary 2. Aprovecha la circunstancia para invitar a un joven y querido sobrino y a dos viejas amigas a quienes no ve desde hace décadas. El pintoresco grupo comparte únicamente el tiempo dedicado a las cenas, mientras que el resto del día pone de manifiesto que su otrora fraternidad ha degenerado en separación y quiebra afectiva. Simultáneamente, una empleada de la editorial también se embarca para hurgar en el próximo proyecto de la galardonada autora. El estoico estilo de rodar de Soderbergh pasa prácticamente desapercibido, aunque se evidencia su intento de evitar cualquier adorno narrativo para centrarse en una plasmación casi documental de la realidad. Pero, lejos de constituir un mérito, pone todavía más de manifiesto la ausencia de gancho del relato y esa inexistencia de motor narrativo deriva en el atasco de la propuesta. Si solo se visualizaran algunas escenas contadas, el resultado sería más propicio, dado que la calidad que sin duda contiene pugna puntualmente por brotar. En ese sentido, las interpretaciones constituyen el plato fuerte de la cinta. Para empezar, Meryl Streep encabeza el reparto. Actriz prodigiosa donde las haya, enumerar su listado de premios y reconocimientos profesionales eternizaría sin remedio esta crítica cinematográfica. Me limitaré a confesar que prefiero sus actuaciones carentes de galardones, dando vida a Molly Gilmore en Enamorarse, Karen Blixen en Memorias de África, Francesca Johnson en Los puentes de Madison, Clarissa Vaughan en Las horas, Janine Roth en Leones por corderos o Kay Graham en Los archivos del Pentágono, portentosas muestras de talento que me hipnotizan hasta el punto de visionarlas decenas de veces. En esta ocasión, como siempre, también destaca.

Le acompañan Dianne Wiest (Hannah y sus hermanas, Balas sobre Broadway, Eduardo Manostijeras), Candice Bergen (Ricas y famosas, Gandhi), Lucas Hedges (Manchester frente al mar, El regreso de Ben) y Gemma Chan (Capitana Marvel).