Leer a John Le Carré es un alimento esencial, encarna la reconciliación simultánea con el Reino Unido y con Europa. También fue durante largos años un placer culpable, porque los progresistas le reprochaban su vinculación con el conservadurismo. Sufrió la misma esplendorosa rehabilitación que su coetáneo Clint Eastwood, de Harry el Sucio a heredero de John Huston. El novelista fallecido compartía con Dickens un padre delincuente que explicaba sus riffs atormentados, y sus antihéroes masculinos son a menudo traicionados por sus esposas. En el caso de Smiley, el rapto lo lleva a cabo Karla, su eterno antagonista soviético.

La prosa de Le Carré no avanza “por camino llano”, en la conseja de Quevedo. Se enreda en círculos y torbellinos, procede no tanto con el esmero de la orfebrería como con las volutas del humo de una pipa bien cebada. Fue el retratista insuperable del alcantarillado y las identidades dúplices, con grandes obras tras la caída del Muro y la desintegración de la Unión Soviética. Cabe envidiar a quienes afronten la lectura de su treintena de títulos, los demás quedan condenados a la orfandad porque el maestro de la ficción política no deja herederos. No, Mick Herron no sirve.

Escritor hasta el final, el año pasado publicó Un hombre decente, pletórico de la atmósfera Le Carré y con el dardo envenenado del bar donde un letrero advierte “Prohibido hablar en voz alta del Brexit”. Sí, hay traducción catalana. Sería injusto destacar novelas en una producción que merece una lectura íntegra, pero deben cribarse las adaptaciones a la pantalla. Allí, los clásicos La chica del tambor y La Casa Rusia han sido superados más recientemente por el extraordinario Smiley de Gary Oldman en El topo y el incandescente Philip Seymour Hoffman de El hombre más buscado. El gran Le Carré sabía que Occidente reposa sobre una ambigüedad donde la opción moral es fácil de distinguir, porque saldrá derrotada.