Quino murió celebrando la célebre metáfora de que a Mafalda no le gustase la sopa. Ella la rechazaba porque se la imponían; los rebeldes no aceptan imposiciones. La cuchara y la sopa eran para ella la obra de un mismo sádico o el fruto de una labor en equipo: un cretino inventó la primera y a otro depravado se le ocurrió la segunda. Las sopas —el nombre viene del holandés “sopen”, remojar pan en caldo— se asocian rápidamente al frío y, por tanto, a los crudos inviernos, pero hay un repertorio que refleja perfectamente las estaciones. La sopa es universal. Dentro de ella, como en todo, existen categorías y referencias que permiten dar la vuelta al mundo a bordo de una cuchara. En Italia, la minestrone, la acquacotta, la ribollita o la stracciatelle romana; en España, la sopa de cocido, la porrusalda y el refrescante gazpacho; en Francia, la bullabesa, la cotriade, la bourride o la vichyssoise; en Portugal, el caldo verde y la sopa da pedra; en Rusia, el bortsch y la solyanka; en Alemania, la sopa de anguilas; en todo el Caribe, el calalou; en Estados Unidos e Inglaterra, el clam chowder (almejas), el oxtail (sopa de rabo de buey) y el mulligatawny. La primera vez que lo comí, no conocía su historia. De origen tamil se preparaba exclusivamente con agua y pimienta pero acabó siendo un plato angloindio, basado en caldo de pollo o de cordero con verduras, la propia carne cortada en trocitos, curry, crema (inicialmente leche de coco), cebolla, apio, almendras y manzana. Hoy también se le agrega yogur. La versión vegetariana consiste en lentejas, tomates, manzanas, arroz y coco fresco.

Los hongos, las castañas y la calabaza son productos de primera para hacer ricos potajes. En el norte de la Península, la sopa de castañas fue un plato de subsistencia. La zuppa di funghi (hongos) se come en todo el Norte de Italia y en, Estados Unidos, es habitual el potaje de calabaza, dulce y cremoso. Pero de todas las sopas las más universales son las de ajo y cebolla. Del mismo modo que en todo lugar se cuecen habas, también se cocinan este tipo de sopas. El aigo bouido que es la variante provenzal de la sopa de ajo. Consiste en agua hervida perfumada con perejil, tomillo, laurel y salvia, que se come con pan y huevos estrellados. Y ajos, por supuesto. No hay plato provenzal sin ajo. Está omnipresente en la cocina meridional francesa.

El ajo tiene grandes propiedades medicinales y también probadas virtudes culinarias, pero en Provenza como en España se abusa de él con facilidad. Ahora bien, en unas sopas de ajo, el ajo es inexcusable, al igual que en una persillade (perejilada) o un alioli.

Para hacer unas sopas de ajo, y con esto no descubro el mundo, se necesitan cinco ingredientes esenciales: agua hervida, pan, aceite, ajo y sal. Lo demás vendría por añadidura. Los huevos poché o escalfados suelen ser un complemento ideal de las sopas. Y, luego, hay algo muy simple en un plato tan básico, pero que, al mismo tiempo, es fundamental: el pan. La calidad de los productos se nota mucho más en las recetas sencillas que en las complicadas, porque la sencillez es un antídoto contra el camuflaje.

La calidad del producto se nota más en las recetas sencillas

No hay nada que ocultar en unas sopas de ajo y cualquier paladar descubriría enseguida el gato por liebre. El pan debe tener la suficiente antigüedad y también la consistencia para empaparse sin sucumbir a la inundación. Lo contrario serían unas migas hervidas. El ajo, claro, debe ser el mejor. No es problema, en España crece hasta debajo de las piedras. En la citada Provenza, ni que decir tiene, prolifera y es un producto básico de consumo. Y, además, está el aceite de oliva, que, en la cuenca mediterránea, es insustituible como condimento de cualquier preparación. El aceite de oliva, en sus proporciones adecuadas, es el contrapunto del agua hervida en una sopa. Es el ingrediente que hace que el caldo pese lo suficiente.

He dejado para el final la madre del cordero que son las sopas en el Este de Europa, donde tradicionalmente había lugares en lo que apenas se comía otra cosa. Recuerdo con agrado la bramboračka checa, hecha con patatas, nabos, puerros, col, cebolla, zanahorias y setas, que ocasionalmente se sirve en una dura hogaza de pan hueca, tras haber sido desmigada; la bramboračka resulta igual de espesa que el humor de los taxistas de la propia Praga cuando le aplican la tarifa al forastero. La que comí en el histórico Café Slavia rebosaba de repollo y tenía la temperatura del averno. Era octubre y fuera hacía un frío paralizante, de manera que uno compensaba lo otro mientras intentaba penetrar a través de los cristales en la oscuridad del Moldava. Por sus orillas, y con la luz mortecina de las farolas, apenas se veía deambular a gente y los que lo hacían era como si los persiguiese el mismísimo diablo.

En Chequia, al igual que en Polonia y otros países de Europa central, la sopa está tan condimentada que resulta por sí sola plato único. Las recetas no tienen nada que ver con nuestros potajes, ligeros y asociados al recuerdo de la ternura materna. En España, Italia o Francia, se sorbe el caldo de la cuchara y el efecto puede ser el de la magdalena de Proust. Una vez testado el perfume del recuerdo, se pasa al segundo plato. La memoria involuntaria ya está servida.