Nuestra generación tuvo mucha suerte en Santa Cruz, porque cuando aún estaban los nubarrones de la guerra y no había libertad de reunión ni de cultura esta ciudad, en la que acaba de morir una de las personas más generosas que este universo cultural ha conocido, tenía habitantes muy ilustres, algunos con poder y otros con el poder del ánimo, que fueron capaces de dar inteligencia al presente y al futuro.

Nombro a algunos de ellos, que fueron decisivos en sucesivas épocas: Juan Cas, Domingo Pérez Minik, Quintín Padrón, Álvaro Arbelo… Los dos primeros eran como compañeros de juegos, amigos entrañables, que conspiraron para que se produjera la primavera en aquel largo invierno del franquismo, y encendieron las luces de la Caja de Ahorros, que dirigía don Juan, para que no se apagara la pavesa en que la ruindad política había tratado de convertir la luz de la inteligencia, de la conversación, de la creación artística en nuestra tierra. Álvaro Arbelo tomó esa antorcha encendida y le insufló, él con otros, el entusiasmo que ya habían incendiado, con nobles materiales, los veteranos que se habían ido yendo…

Para los que vivimos entonces, y para los que vinieron después, era constante ese apoyo cuyo interés mayor no era ni pecuniario ni personal, sino colectivo y generoso, altamente nutritivo en una sociedad cuyas autoridades políticas e incluso educativas no tenían excesivo interés de hacer del arte o del debate una materia prima de la inteligencia. En ese territorio que era ya una carretera abierta, con sus centros culturales y sus centros de debate o exposición apareció la bendición de un hombre bueno como aquellos. Era Alberto Delgado, al que nunca logré ver triste.

Cuando era un hombre pletórico de salud y cuando esta le falló como una daga sin remedio era igualmente proclive a dar la felicidad, como si le diera los buenos días a la vida cada mañana para preguntar en seguida a los otros: “¿qué necesitas?” Él siguió ayudando, desde la Caja o de los sucesivos encargos que recibió para desarrollarlos con talento, a que esta sociedad fuera mejor, más abierta, más generosa, lejos de las mezquindades a las que tiene el exceso al que conducen las envidias o las competencias.

Puso en marcha tantos proyectos como pudo; y no se jactó nunca de haber sido él quien los llevara a cabo, porque en él funcionaba la palabra equipo como un mantra del que no se despegó jamás. Era, además, un hombre educado, que iba con la mano abierta, expuesta siempre a la ayuda; él no era un puño cerrado, porque en la mano llevaba un pájaro cantando, anunciando que lo mejor podría venir después. Igual que los anteriores en su estela, no practicó el arte ruin de la cicatería; era consciente de que lo público no era suyo, y agrandó ese concepto para beneficio también de una pedagogía que hoy debería enseñarse en la escuela de los gestores de lo político.

Tuvo un grave episodio de salud del que se levantó sacudiéndose los rasguños, como si nada hubiera pasado. Esa vez, cuando ya pudo, nos vimos en el sur, adonde fue como si nos hubiera dejado a medias una conversación en el mismo sitio. Como sabía que beber gin tonic no era pecado se pidió un vaso transparente, como si se fuera a beber un abrazo con el mar, el agua o la vida, y jugó con paciencia con sus manos grandes, con su brazo grande, con sus ojos grandes y asombrados, como si hubiera vuelto a la salud y a la tierra con un encargo que él mismo se había dado: seguir trabajando con igual ahínco por lo que más quiso: por el porvenir de la belleza, que incluyen la amistad, el arte y la solidaridad con quien lo necesita. Luego nos veíamos en los jurados de los premios de la Caja. Cuando lo veía llegar, como cuando sabía de él, siempre me venía la sensación de que todo iba a ir bien con Alberto. Siempre me sentí, con él, seguro de que, en su caso, la bondad era una luz ininterrumpida.

Cuando recibí esta mañana la mala noticia le dije al amigo que me informaba: “Era un buen hombre. Sensato y emprendedor. Y respetuoso”. Me salió del alma porque así lo tengo en el alma. Como un amigo que siempre quiso el bien de los que estaban cerca de su mar calmado.