Estoy mirando atentamente uno de esos pescados que tanto le gustan al chef australiano Josh Niland. Sus ojos brillantes y bulbosos parecen seguirte; la armadura o, lo que es igual, sus escamas son perfectas. Tengo que admitir que aquí hay una fiesta superior de lo que se imaginan muchos mortales. Los prejuicios de Niland sobre la afición al pescado pertenecen al sujeto anglosajón, hijo de un mundo donde salvadas las excepciones, prima la carne. Y por ese motivo está empeñado en comparar las proteínas.

Pero Niland es especial. Le encanta el pescado y que a la mayoría de la gente no le resulte fácil cocinarlo. Naturalmente no se refiere a los ciudadanos ictiófagos canarios de este país ni a los cantábricos, ni siquiera a los andaluces occidentales y atlánticos, piensa en la anglomundia restante. Le anima el hecho de que incluso a las personas que les gusta el pescado huyan de una terrina hecha con la cabeza de un mero con mostaza y encurtidos, de un hígado, de unas rilletes, o de un aperitivo hecho con ojos de pez.

Se estima que solo el 43% de cada pieza capturada es consumida por humanos; las espinas, la cabeza y los despojos frecuentemente se tiran o se muelen para convertirlos en harina de pescado. En Saint Peter y en el Fish Butchery, Niland utiliza de alguna forma el 90%. No recuerdo un concepto de cocina que me atraiga más desde aquella especie de máxima de Fergus Henderson, partidario de que el cerdo se debe comer del hocico al rabo. Si matas a un animal, un cerdo o un pez, es una necesidad ética comprometerte a consumirlo por entero. Estoy plenamente de acuerdo. Es una lógica básica. ¿Por el contrario estaríamos hablando del simple capricho de sacrificarlo para consumirlo parcialmente? Qué desperdicio, qué crueldad.

Los grandes cocineros contemporáneos no van a pasar a la historia por sus platos. Es demasiada la urgencia y la agitación que rodea a la cocina actual para que alguien se mantenga creando en una sola dirección: cambian continuamente de discurso. Nadie recordaría lo que han cocinado. Por ese motivo la culinaria se aparta sustancialmente del resto del arte que conserva una memoria. Pero sí habrá que agradecerles y tener en cuenta ciertos conceptos. Los de Niland me parecen de lo más interesante. Por ejemplo, su posición frontal de minimizar el contacto del pescado con el agua una vez que se pesca. Normalmente recibe el chorro de una manguera en las pescaderías y más tarde también lo lavamos en casa con agua dulce. El pescado húmedo, según Niland, normalmente tiene más bacterias y se echa a perder rápidamente. Lavar el pescado con agua corriente solo contribuye a que la carne retenga una condensación superior de humedad y se estropee aún más deprisa.

En su libro, Todo el pescado, recién publicado por Planeta Gastro, Niland expone también las reglas prácticas para acercarse al mostrador de una pescadería. Por ejemplo, que un recubrimiento mucoso y brillante es el primer indicio de un pescado de buena calidad; que los ojos nos indican si el pescado es fresco cuando son bulbosos, sobresalen ligeramente de la cabeza y tienen un aspecto húmedo, brillante y traslúcido; que un pescado fresco jamás debe oler fuertemente, solo a mar, y que unas agallas rojas y brillantes garantizan que está en su mejor estado.

Vale, todo esto seguramente ya lo sabían. Pero lo de la manipulación en seco, no. No duchen el pescado pensando que con ello se va a mantener más fresco. Niland se ha hecho un nombre gracias a la conservación de las piezas. Nadie en su sano juicio pensaría que no comer un pescado fresco es lo ideal y, sin embargo, ese pescado también puede encontrar su excelencia en la maduración. No es un jamón, dirán algunos, es una lubina. O, en cualquier caso, son los despieces de la lubina o del mero que interesa cortar frescos para curarlos, las tripas, las aletas u otras piezas pequeñas que se pueden comer crudas pero que enseguida pierden su lustre.

No todos los libros de cocina son aprovechables. La mayoría de ellos, abundando los recetarios, son totalmente prescindibles y caprichosos. No aportan absolutamente nada. Pero de vez en cuando nos encontramos con un libro como es Todo el pescado, de Josh Niland, que merece pasar a formar parte de la categoría de grandes tratados de la cocina, no solo por las atractivas recetas sino por la metodología. Yo diría que es gran libro del pescado del siglo XXI. Mantiene una idea radical, pero también esencial en un momento en que la llamada sostenibilidad es importante en nuestras elecciones alimentarias. Niland tiene algunas sugerencias ingeniosas, divertidas y hasta descabelladas sobre lo que puedes cocinar, como una morcilla de pescado, chuletas de parpatana, un tocino de pez espada, guanciale hecho con mejillas y papadas de pescado y pastrami de caballa. En los postres hay un corte de chocolate con grasa de pez y caramelo. Es un tipo muy peculiar, Niland.