Boris Pasternak, como tantos otros escritores de todos los tiempos y países, se dedicaba a traducir para llevar un poco mejor su difícil sobrevivencia económica en unos tiempos de grandes penurias. Al ver cómo se esforzaba tanto y cómo las traducciones del autor de Doctor Zhivago le iban retrasando la realización de su propia obra poética y narrativa, Mandelstam le dijo: “Sus obras completas estarán compuestas de doce tomos de traducciones y uno solo de sus poemas”. Desde siempre, e incluso hoy en día, la traducción literaria y la traducción en general han sido consideradas materias de segundo orden, al menos en nuestro país donde todo lo verdaderamente importante es secundario y adquiere una menor representación social por el odio genético y compulsivo hispánico hacia la creación cultural y sus representantes. Sin embargo durante estos últimos años la cosa fue cambiando casi radicalmente. Se ha reconocido la labor del traductor, se le ha mejorado económicamente y su presencia social alcanzó cierta relevancia. Y en el género de la poesía hasta se le ha reconocido cierta coautoría. Premios y galardones, todavía no muy abundantes, lo han ido corroborando. Y eso en un país donde el conocimiento de los idiomas ha sido siempre una terrible anomalía docente. El franquismo tuvo mucha culpa por crear también una autarquía lingüística para aislarnos del mundo democrático, al menos durante las dos primeras décadas de la dictadura militar. Pero ya digo que todo ha ido a mejor y hoy el traductor tiene una estimable consideración. A los traductores de mi poesía, cuando me requieren sobre alguna duda, les digo que tomen su interpretación porque una de sus labores principales es no solo verter sino también mejorar el poema, darle su propio sentido que el autor a lo mejor no descubrió. Cioran decía que la originalidad era incompatible con el buen gusto. Nunca un poema traducido es igual que el original.

La aportación del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna, al mando de tan gran poeta y ensayista como Andrés Sánchez Robayna, es impagable y extraordinaria. Un ejemplo que debería ser seguido por todas las universidades españolas. Su labor ha sido trascendente. Todos nos sentimos orgullosos de semejante empresa, que hemos compartido como lectores. Debería ser recompensada con algún Premio Nacional. Las traducciones de Bonnefoy, Valéry y tantos y tantos otros grandes poetas, más conocidos o menos, son verdaderamente joyas para nuestra lengua. Yo, desde el principio, cuando éramos todavía más jóvenes que ahora, me sentí absolutamente identificado con este proyecto, pues comparto con Robayna los mismos magisterios poéticos, nacionales e internacionales, y su gusto por la poesía que nos hace pensar y nos ayuda en nuestra existencia espiritual. Yo tengo una especial predilección por Seferis, el poeta griego y premio Nobel. La traducción de los Tres poemas secretos está cercana a la propia creación del poema y le hubiera encantado al mismo autor.

Los veinticinco años de actividad ininterrumpida del Taller me parecen un milagro en un país tan árido como el nuestro. Un milagro y un trabajo hercúleo de Robayna y sus diferentes colaboradores. Es una labor que quedará en los anales de nuestra historia literaria. Gran parte de los más grandes poetas fueron grandes traductores. En nuestro país ambas facetas han sido más bien escasas, con muy buenas excepciones contemporáneas como las de Valente o Ángel Crespo. Ha sido más abundante en la poesía de nuestra lengua en Hispanoamérica donde Octavio Paz fue otro gigante. Su premio Nobel lo consiguió con sus originales y también por su labor de traductor. Que estos veinticinco años se prolonguen, por lo menos, otros veinticinco más.

César Antonio Molina (La Coruña, 1952), poeta y ensayista, ha sido director del Instituto Cervantes y ministro de Cultura.