Sírvete un trago, ponte un poco de pintalabios y recupera la calma", decía Liz Taylor, que sin duda sabía de días desastrados. Y la reina madre del quilombo vital, Coco Chanel, recomendaba a sus coetáneas que, si estaban tristes, se pintaran más los labios "y atacaran". Décadas más tarde, en un nuevo giro de guión -ya veremos que uno más en la azarosa historia del pintalabios-, jóvenes de la izquierda feminista como Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) han incorporado el rojo sangre labial a su indumentaria política porque, la explicación es de la congresista, aporta un pellizco de "confianza" y cuidar la autoestima es un acto "radical" en una sociedad que siempre te dice que "no tienes ni el peso ni el color de piel adecuados".

No suelten aún ningún bufido, que no haremos aquí sociología cuqui sobre las supuestas cualidades empoderantes del carmín o los tacones de aguja. Sin embargo, parece que hay consenso en que reivindicar desde el Capitolio el labial rojo -ese gran pararrayos en el que descargan significados de signo opuesto: es el color fetiche de la sexualización y los mandatos de belleza, sí, pero el rouge también es patrimonio de las disidencias sexuales y de género- envía un puñado de mensajes interesantes.

El primero y quizá más obvio es una suerte de profanación de los códigos del poder, aún sumamente masculinizados. "La barra de labios puede desafiar aquella noción de que las mujeres han tenido que masculinizar su imagen para ser competitivas en política -afirma Verónica Fumanal, presidenta de de la Asociación de Comunicación Política-. Siempre se había dicho que las que llegaban a puestos de responsabilidad, para ganarse la autoridad y resultar creíbles, tenían que usar patrones estéticos más propios de hombres".

Ya conocen la antológica y problemática relación de las mujeres con la autoridad, desde que, 3.000 años atrás, un mocoso Telémaco hizo callar a su madre, Penélope (lean, lean Mujeres y poder, de Mary Beard). Así que los maquillajes neutros y también los trajes chaqueta -contestados cada vez más por labiales rojos, deportivas y pendientes de aro- no han sido más que un antídoto contra la desvalorización y el descrédito.

Sin embargo, apartarse del estilo austero de, por ejemplo, Angela Merkel -que suele recibir tratamiento de "hombre honorífico" en los medios, como recoge un artículo académico reciente- aún pone en marcha la apisonadora correctiva. Así, cuando las mujeres se salen del dress code burocrático "se entiende como si estuvieran aceptando entrar en el juego de la sexualización y asumieran ser valoradas por el físico, cuando simplemente van como desean", apunta la investigadora en género Marta Roqueta, quien, en el pintalabios de AOC, aún ve un elemento más desestabilizador. "En EEUU, la raza está muy vinculada a la estética, y no deja de ser interesante que una mujer latina dé la vuelta a los estereotipos racistas que pesan sobre el colectivo y que, como en el caso de las afrodescendientes, basculan entre la sexualización y el estigma de la welfare queen -ese ominoso cliché que alude a las madres de las barriadas que supuestamente reparten su tiempo entre la asistencia social y biberones de cocacola-. Más significativo es aún que lo haga en un espacio de poder blanco y masculino como el Capitolio".

Precisamente este efecto disolvente de clichés es el que también reivindica en España la diputada y escritora Jenn Díaz: "Yo me los pinto incluso ahora, con la mascarilla, y eso quiere decir que va más allá de la estética y que somos muchas las que nos empoderamos con actos cotidianos, pequeños pero políticos, que parten de una premisa: lo que nos ha querido esclavas -en este caso la feminidad-, nos lo acabamos apropiando, como las palabras, para reivindicarnos. Yo siempre me pinto cuando he de hacer una intervención importante".

De Cleopatra al 'glam'

A pie de acera, la guerrilla del pintalabios también ha estado especialmente activa en los últimos tiempos: se han pintarrajeado fotos de Putin denunciando su homofobia; en EE UU se puso en marcha una campaña para contestar con labios rosas a la misoginia de Trump, y en las revueltas de Nicaragua del año 2018 la antigua sandinista Marlene Chow, detenida en un centro de tortura, hizo un llamamiento para pintarse los labios (#picorojo se llamó la protesta) contra Daniel Ortega, que tiene a los colectivos feministas entre sus enemigos públicos.

La historia de la pintura labial, que se remonta a los sumerios, es rica en desafíos y también en bandazos. Cuenta la leyenda que en el antiguo Egipto, donde lo usaban hombres y mujeres como marca de clase, Cleopatra encontró su propia fórmula triturando hormigas y escarabajos. Con el correr de los siglos, cuando la revolución burguesa despojó a los señores de sus maquillajes y pelucones y circunscribió todo ornamento a las mujeres, los labios rojos se acabaron convirtiendo en símbolo exclusivo de la sexualidad femenina. De la domesticada, pero también de la peligrosa. "Cuando una mujer lleva los labios demasiado rojos y va ligera de ropa es señal inequívoca de que está desesperada", dijo Oscar Wilde, que muy amigo de las señoras no era.

Así que no es de extrañar que, llegado su turno, las sufragistas incorporaran el carmín a su repertorio de protestas. ¿Podía haber algo más desconcertante que aquellas señoras feas e histéricas, en palabras de la prensa, marcharan en favor del voto femenino pintarrajeadas como vedettes?

En la Segunda Guerra Mundial, y en un nuevo giro menos emancipador, el lápiz e labios se integró en la maquinaria de propaganda bélica: Hitler había proscrito el carmín en sus audiencias y Churchill, que siempre se creyó muy audaz, decidió excluirlo del pack de productos racionados porque así fastidiaba al líder nazi mientras mantenía bien alta la moral nacional, por aquello del brío reconstituyente del que hablaban Coco Chanel y Liz Taylor.

Y entonces llegaron los 70 y el pintalabios, como las calles, se convirtió en un elemento en disputa. "Llevar el rouge era un signo de rebelión social en la escena disco y también de sexo y violencia entre los hombres y mujeres punks", apunta la investigadora Patrícia Soley-Beltran, autora del ensayo premio Anagrama ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras. Y mientras movimientos disidentes como el glam o la incipiente cultura Lgtbi "sacaban de sus casillas" su connotación sexual, "las feministas -añade- se rebelaron contra los mandatos de belleza que simbolizaba el lápiz labial". La gran biblia contestataria, no obstante, llegó ya en 1990, cuando Naomi Wolf denunció en El mito de la belleza la dimensión alienante del maquillaje y acusó a la industria cosmética de alimentar la inseguridad femenina -y por tanto sus ventas- con el mantra de que nunca eres suficientemente joven, delgada, ni por supuesto sexy.

Adivinarán que la melé de los hombres con el pintalabios es otra. A pesar de que la industria de la belleza daría palmas de alegría si el al menos la itad de la población engrosara en su clientela, el sociólogo Paco Abril es de los que entiende que el labial rojo, "tan vinculado a la sensualidad femenina", aún es un complemento altamente problemático y "la última frontera" de la masculinidad tradicional, un andamiaje construido por oposición a cuanto huela a mujer o a homosexual.

"También significativo -añade Abril- fue el caso del glam, que trascendió la escena musical", y haciendo acopio de carmín y de purpurina se las logró apañar para dinamitar lo que supuestamente significaba (o no) ser hombre o mujer, y creó nuevos espacios de libertad sexual.

La madeja de mandatos y rebeldías de la barra labial llega hasta nuestros días intacta y explosiva. "Cuanto menos nos fijemos en la boca de las mujeres y más en su discurso iremos todos mucho mejor", tercia en el debate la cineasta Isabel Coixet. Pero si, por ejemplo, tiramos de la hebra racial, a las afrodescendientes, el pintalabios es terreno vedado.

"Apropiárselo, pues, puede tener un significado político, ya que siempre se nos ha dicho que nuestras bocas son demasiado grandes para ser pintadas de rojo", afirma Desirée Bela-Lobbede, activista y autora de Ser mujer negra en España. Por su parte, la escritora Bel Olid, señala que "la reapropiación de símbolos como los labios rojos, el escote o los tacones más allá del papel de objeto de deseo heterosexual nos puede hacer sentir poderosas".

La actriz Elizabeth Duval sostiene: "El pintalabios rojo es una manera de dirigir la atención de los demás por su connotación histórica de peligro".