Antes de dedicarse al arte de escribir teatro, uno tiene que haber sido un lector y espectador impenitente, ¿no?

Impepinablemente. En los pocos talleres de escritura que he dado, siempre insisto en que existen tres caminos: leer y ver todo el teatro que se pueda y, por supuesto, escribir, que es como se aprende. Hay que convertirse en espectador y además soy de los que reivindica la lectura del texto teatral como literatura dramática. En los tiempos que corren, cuando parece que nos echan de los escenarios, volver a la lectura teatral no deja de ser una válvula de escape.

Pero los dramaturgos, frente a novelistas e incluso poetas, apenas tienen visibilidad social.

Es cierto. He sido testigo de espectadores que salen encantados con una obra y son incapaces de recordar el nombre del autor. Pero es algo ya asumido. Es verdad que el teatro participa de esa doble condición de texto teatral y literario y, por otro, de espectáculo. A fin de cuentas, el público se queda siempre con la sensación que ha vivido en el patio de butacas, con lo que ve y percibe en el escenario, y no tanto con la autoría de aquello.

Como creador, ¿asume el acto de entregar una obra como una renuncia en favor del público?

Creo que es un acto de compartir más que de renuncia. Poner un texto en manos de otros encierra la entrega de una propuesta personal que aspira a ser enriquecida. No sé si llamarlo un acto de generosidad, pero sí entiendo que supone sumar esfuerzos y voluntades a partir de una idea original, pero que obviamente está incompleta y precisa ser representada para así someterse al juicio del espectador.

¿Postula lo colectivo?

Una de las características que más me atrapa del teatro es esa vocación tan colectiva y social que encierra, aún admitiendo que la escritura es uno de los ejercicios más solitarios que existen.

¿El espectador de teatro es algo así como un voyeur

No sé si tanto un voyeur como un testigo desde el otro lado del cristal. Los autores perseguimos provocar la implicación del espectador, para que no sólo se levante de la butaca, sino que interactúe con los personajes, que se lleve algo de lo que sobre el escenario ha visto y sentido a su casa o a su vida, ya sea más o menos profundo, que aquello no sea un simple pasatiempo, sin desmerecer el carácter lúdico de una pieza teatral.

¿Esta pandemia representa quizás campo abonado para que afloren las pasiones humanas?

Creo que todavía estamos tan inmersos en la pandemia y sus efectos que no tenemos la distancia y la perspectiva suficiente para asimilar lo que pasa. Estamos preocupados por el día a día. Creo que deberá pasar un tiempo hasta que sea posible digerir lo que ha supuesto, no ya a nivel económico y social, sino en el plano individual y emocional, en las relaciones personales. Sobre todo pienso en las generaciones más jóvenes, que están viviendo como normal algo que no lo es.

¿Cree que esto del virus es sólo la punta del iceberg?

(Ríe). No lo sé, pero genera mucha incertidumbre y un gran desconcierto cómo interpretar lo que estamos viviendo. Si será un renglón en los libros de historia o va a marcar de manera trascendente lo que está por venir.

Cuando una obra salta de las tablas a un plató de cine o televisión, ¿qué gana y qué pierde?

Se trata de dos lenguajes distintos que participan de la misma materia prima: los actores, los diálogos, la estructura de la escritura... Pero el cine tiene sus propios códigos, su registro y el lenguaje los suyos. Y dicho esto, considero que los autores de teatro beben más del cine que a la inversa, cuando creo que los cineastas disponen de un gran repertorio teatral que podría tener su traslación a la gran pantalla, pero acaso no exista esa curiosidad. Son dos géneros que se deben retroalimentar perfectamente.

¿Qué capacidad de metamorfosis encierra un autor para ser y sentir tantos personajes?

La herramienta básica es la empatía, la capacidad para intentar ponerse en el lugar del otro y entender las motivaciones de quien no piensa como tú. También interviene la piedad hacia comportamientos que a priori resultan condenables y censurables, alejarse de los prejuicios...

¿Con delicadeza?

Es un término y una actitud que reivindico siempre, tanto para tratar a los personajes, que no dejan de ser reflejo de las personas, como las situaciones que viven y los conflictos a los que se enfrentan.

¿El teatro actúa como bálsamo, como terapia social?

Absolutamente. Es uno de sus grandes beneficios y siendo un arte social, aporta en lo individual. Es curioso, porque se vive en grupo, pero nos enriquece tanto en sociedad como personalmente.

¿Qué responsabilidad tienen los llamados intelectuales en la conformación de un ideario?

Todos tenemos una responsabilidad social. A veces los intelectuales se han abrogado cierto poder de manera bastante interesada y eso resta credibilidad. Mantener la integridad como intelectual creo que no resulta sencillo, aunque diferenciaría. Me gusta esa frase de Woody Allen que dice "no soy un intelectual, sino un tipo que hace películas". Yo no me considero un intelectual. Trabajo con las palabras, las ideas, pero no elaboro un discurso social. Muchas veces se han entremezclado esos papeles y de ahí creo que viene el rechazo.

¿Cómo se convive con la muerte?

Igual que con la vida, dependiendo de las experiencias personales. Tuve que enfrentarme con 16 años al fallecimiento de mi padre y eso condiciona mi sentido de la existencia. A mí me gusta verla como el último acto de la función, sencillamente como un momento de consumación, de plenitud... Como escribió Rilke: "Señor, a cada uno dale su muerte".

Stefan Zweig puede ser un buen ejemplo, ¿no?

El tema del suicidio es el único asunto que me plantea un problema filosófico. Remedándolo a él como personaje de mi obra sostengo que es resultado de la libertad personal, de una decisión libre. Y de él me atrae ese acto final de su vida, que considero coherente.

Y teatral.

Si hacemos teatro es porque sabemos que vamos a morir.

En su obra Proyecto Fausto

La historia del pesquero Fausto, que se vuelve a reponer tras el confinamiento, es una tragedia contemporánea, casi lorquiana, de cuatro mujeres que sienten la amenaza latente de no saber si sus maridos regresarán o no, sacaron adelante a sus familias, soportando habladurías...

¿Cuántas veces lo han tentado para que abandonara La Palma y establecerse en Madrid?

Alguna vez. Sobre todo cuando se estrenó allí La punta del iceberg. Fue un momento muy sonado. Hubo cantos de sirena, pero a mí me gusta tener los pies en el suelo y no lo veía factible. También me gusta defender la idea de que uno puede escribir del mundo desde cualquier lugar de ese mundo.

¿Y para cuándo el carro alegórico?

(Suspira). Teníamos mucha ilusión con este proyecto y, siendo optimista, creo que habrá que esperar a 2025 para poder verlo.