He comprado las obras completas de Quino, y también integralmente las he leído, porque mirar es un verbo insuficiente en el culto debido a un especialista en burlar la ideología que automáticamente se le atribuía. El trazo barroco de sus álbumes gigantescos debía demostrar que no era exactamente de izquierdas. De no ser por Mafalda, podría asegurarse sin temor a error que el argentino coronó un empeño colosal. Ni siquiera el lastre de su niña fetiche consigue empañar los logros que dibuja al prescindir de su banda infantil.

Los Beatles o los Stones, Mafalda contra Charlie Brown, el duelo más apasionante desde Camus frente a Sartre, entre quien nunca ha habitado la niñez y quien jamás se despojará de dicho estado de plenitud. Quino inventó a la hermana mayor de Greta Thunberg, de la estirpe de esas personas que siempre saben lo que tendrías que hacer. Prefiero sus seres cabizbajos, sus músicos bombásticos, sus comprimidas damas rozagantes a punto de estallar.

Mafalda se obsesiona por el daño que el ser humano inflige al planeta, Charlie Brown prefiere preocuparse por las amenazas que el globo terráqueo almacena para lesionar a las personas. La niña argentina repasa antes de salir de casa si lleva todas las causas humanitarias en su mochila. Carlitos se queda en la cama, mirando al techo sin necesidad de ventanas, preguntándose cuál es el sentido de su presencia en este instante en el mundo. Hasta que una voz interior le aclara, "¿y dónde ibas a estar si no?"

Mafalda y Charlie Brown son inseparables de sus autores, una identificación que el arte no siempre respeta. Quino y Schulz comparten una tristeza sustancial, fueron singularmente inexpresivos, siempre aparecen silenciosos en las fotografías, se disculpaban por si acaso de su éxito decretándolo incomprensible, estaban acostumbrados a revolverse y resolverse con el número mínimo de palabras que encajan en un bocadillo. El niño del norteamericano se desenvuelve con una perplejidad intensiva y paralizante, la niña argentina es profesionalmente sombría. No solo lamenta, sino que necesita que las cosas vayan mal para acertar.

Confesemos ya que Mafalda y Charlie Brown serían repelentes en vivo. Ella está más dibujada, él comparece en la viñeta cerca del punto de fusión, a unos grados de derretirse en un contorno vacilante. En ambos casos, se permite al lector la trampa de elegir como favorito a un actor secundario de la chiquillería. He corrido por las páginas de los niños de Quino con la esperanza de que en algún momento llegaría una historieta coprotagonizada por Manolito, para demostrar que el capitalismo es el mejor conjuro contra las fantasías idealistas. Con su pelo cepillo, el tendero encarna la sensatez frente al peligro de las buenas intenciones. Su cuaderno de apuntes contables introduce el mismo realismo visceral que la manta inseparable de Linus, el niño neurótico de la pandilla de Carlitos.

Mafalda y Charlie Brown practican un nacionalismo casi folklórico, que les garantiza el cosmopolitismo icónico del habla argentina y el balón de rugby. La niña habla con sus padres como si fuera la madre de ambos, en la epopeya somnolienta del niño jamás aparece un adulto contaminador. Quino trabaja la relación paternofilial desde el clisé del psicoanalista, Schulz exorciza a progenitores, profesores o entrenadores. Sus menores están desvalidos, se desentienden del entorno. El dibujante equilibra la trama inoculándoles los vicios y temores de la adultez, con especial intensidad a las resabiadas niñas de la saga.

La inocencia está desterrada de Mafalda y Charlie Brown, hay que dejar atrás la ilusión de la infancia para penetrar en ambos universos. La disyuntiva entre los dos antihéroes solo se resuelve desde la subjetividad. Quienes elegimos el producto estadounidense, no podemos dejar de apreciar la serie de Peanuts como la prolongación solapada de Emily Dickinson, con sus versos y diálogos entrecortados. Nadie aseguró que el universo pudiera resumirse en una confortable ecuación.

Charlie Brown protagoniza la obra coral más valiosa de la historia del cómic si se exceptúa el balzaciano Doonesbury de Garry Trudeau, que tiene a su favor el respeto a la flecha temporal y la interacción desafiante con la corrosiva actualidad, Trump se encuentra con Hunter S. Thompson. Y queda para el final Snoopy, un Groucho a dos patas, el sabueso anarquista insólitamente adoptado por los niños pijos de Hombres G. Un perro opta a la condición de filósofo más importante del siglo XX, en dura competición con Salvador Dalí, Escher o Bobby Fischer. Sin embargo, el camaleónico Snoopy, el gran Joe Cool, no merece quedar como apéndice de ningún otro personaje. En fin, Mafalda y Carlitos comparten un rasgo final, nadie debería tomarlos a broma.