Por distintos motivos Andy Warhol coincidió con la tradición islámica en considerar el plátano un alimento del paraíso al elevarlo a la categoría de fruta dulce y provocadora. El plátano diseñado por Warhol se convirtió en un falo de la cultura moderna a partir de los años sesenta del pasado siglo, cuando muchísimo antes los árabes le habían dado el nombre de banana por asemejarse a un dedo, "banan". Entonces, los plátanos originales del sudeste asiático eran pequeños, casi tan largos como el dedo de un adulto. Los comerciantes de Arabia, Persia, India e Indonesia distribuyeron chupones de banano en las regiones costeras del océano Índico entre los siglos V y XV. En el siglo XV, los marineros portugueses establecieron plantaciones en las Islas Canarias, y del XVI al XIX se comercializaron retoños y se levantaron otras en América Latina y el Caribe.

La próxima vez que comas un plátano ten en cuenta que estás devorando la primera fruta del mundo. Originarios de la región que incluye la península de Malaca, Indonesia, Filipinas y Nueva Guinea, los comerciantes se llevaron bananas mientras viajaban a India, África y Polinesia. Estos plátanos, sin embargo, apenas se parecían a la fruta que conocemos hoy. Contenían muchas semillas grandes y duras y una mínima pulpa y se consideraban una fruta extraña y exótica. El cruce de dos variedades silvestres, musa acuminata y musa baalbisiana, en África, alrededor del 650 d.C., trajo que los plátanos se quedaran sin semillas y se parecieran más a nuestra fruta de hoy. Es un ejemplo palmario de la evolución de los alimentos. Esa evolución condujo posteriormente a la uniformidad que se ha extendido a los sabores en general.

El mundo gozó una vez de la oportunidad de elegir entre cien plátanos distintos, algunos de ellos con piel roja como si los hubiera ideado el propio Warhol. Pero al final, el cavendish se erigió en representante de todas las variedades y es el que habitualmente se come. Amenazados por la multivisión, los productores decidieron un monocultivo virtual y un sabor fiable que resulta ser el mismo en los Emiratos Árabes que en Islandia.

Aunque en Occidente y gran parte del Oriente se siente como si viviéramos en un universo de infinitas opciones, donde podemos satisfacer al momento nuestras apetencias de sushi, pescado crudo, kimchis coreanos, fideos japoneses, el resultado es que la mayoría nos atenemos a un pequeño repertorio de sabores, estrechando el campo de algunos alimentos mientras nos atiborramos de otros que nos parecen novedosos. De acuerdo con esa demanda, muchos de ellos se disfrazan de lo que no son. O al menos los sabores suelen ser los mismos; el taco o el burrito que cualquiera come en una franquicia de Europa creyendo que se trata de algo genuinamente mexicano cuenta con los mismos ingredientes que los de la hamburguesa que se consume en Nueva York. Una gama menor de ingredientes es igual a menos biodiversidad en nuestro intestino. A su vez, el ansia de probar cosas distintas se nutre reemplazando los grandes alimentos por simulacros dañinos.

Nunca hubo tanto sucedáneo supuestamente gourmet para incentivar la ilusión de los foodies, que son bombardeados continuamente con informaciones de la mejor oferta alimentaria de lujo y, sin embargo, no tienen dinero para pagarla. Solo les da para habitar en una burbuja creada por el consumismo más atroz. La autora gastronómica Bee Wilson insiste en las claves para una alimentación equilibrada y sostenible en Cómo comemos, un libro que ha publicado recientemente la editorial Turner.

Las modas gastronómicas predican la diversidad y nos arrastran a todo lo contrario: sabores uniformes y prefabricados. Cuando no al delito. La creciente pasión por el guacamole en las grandes metrópolis del mundo, Londres o Nueva York, significa una nueva rentabilidad del aguacate que ha llegado a atraer en México al narcotráfico, que ve en ella una nueva vía lucrativa e impone impuestos a los productores. Cuando estos no se dejan proteger les queman las granjas, como hemos leído últimamente.

Esta falsa ilusión de exotismo y la imaginada diversidad conducen, a la vez, a una alimentación equivocada. El low cost, rasgo identitario de nuestro tiempo, no empuja siempre a los ilusos, lo hace de manera más justificable con los que tienen necesidades, les falta tiempo, son dominados por la pereza o carecen de una educación alimentaria.

En el siglo XIX o en las primeras décadas del XX, cuando un trabajador no ganaba lo suficiente para comprar alimentos frescos podía morir de hambre. Hoy, en cambio, adquiere alimentos ultraprocesados sin detenerse a pensar que la comida barata es una cosa y otra bien distinta la comida abaratada. El precio por caloría de la bollería industrial es mucho más bajo que el de una bolsa de verdura o un trozo de pescado. En los países desarrollados la desnutrición pasó de ser un déficit a un exceso, de la falta de comida se ha llegado a la sobreoferta de comida basura, cuenta el periodista argentino Martín Caparrós en El hambre, uno de los mejores libros sobre alimentación para entender hasta dónde alcanza el fracaso de una civilización.

El plátano exótico de los antiguos, incluso el de Warhol, hace tiempo que es un alimento habitual. Pero sirve, como hilo conductor, para explicar en qué se quedan los sueños del paraíso cuando caen en la pesadilla de la uniformidad.