Ese otro mundo. El siglo XX en las colecciones TEA es una revisión de los fondos del museo, conformados en el tiempo por razones, apetencias e imperativos de índole distinta. Éste es el primero de una serie con vocación de permanencia de remontajes de las colecciones de TEA que tendrá lugar siempre en el espacio habilitado al efecto. Gilberto González, director del centro y comisario de la exposición habla sobre la misma.

El siglo XX en las colecciones TEA. ¿Más de lo mismo?

Quiero pensar que más de lo mismo, pero mejor. No es difícil captar que en parte de la ciudadanía persiste el deseo de contemplar las colecciones y entender si algo las estructura. Así que hemos creado un espacio específico para remontarlas periódicamente. A menudo en los museos intentamos sofisticar tanto el discurso con lecturas ahistóricas que olvidamos que la noción de proceso histórico también puede ser sofisticada y que, desde luego, sigue siendo indispensable. Lo que hemos hecho, entonces, es preguntarnos qué historia del arte podemos y debemos hacer emerger en un museo como TEA y en un marco geográfico como el nuestro. Y lo que nos ha salido es Ese otro mundo, una exposición con un discurso lineal donde puede entrarse de distintas formas.

Más historicismo, entonces.

No, más historia. Mire, los museos modernos están ligados a la noción de ruina. No sólo se hicieron para dar salida a las colecciones reales. También para albergar los restos de las campañas arqueológicas, o saqueos si prefiere, de los imperios decimonónicos. Así que tanto el ADN de los museos de arte como el de los arqueológicos tienen inscrita la creación de ruinas falsas que algún día serán verdaderas. La fundación de un museo contiene una promesa, porque un día seremos el pasado de alguien y pensamos que todo lo que se encuentre en él será juzgado. Así que pensemos en el museo como un arca que alguien descubre dentro de 2.000 años: ¿Es un buen compendio de nuestra cultura visual? Si visitamos algún museo del Renacimiento encontraremos una buena síntesis de las imágenes que se produjeron entonces. Pero si dentro de 2.000 años alguien busca un resumen de nuestro tiempo en las imágenes guardadas en este arca que es TEA, lo que hallará no es un retrato de esta época, porque usted, yo mismo y quienes lean esta entrevista generamos más imágenes en una semana que toda Florencia en el año 1500. Esto no significa que el museo no siga aspirando a escribir un pasado y un presente con ansias de determinar un futuro. Es difícil abordar esta cuestión sin recurrir en uno u otro momento a la historia del arte, porque, por mucho que podamos estar en conflicto con ella, necesitamos un contexto temporal y éste nos lo da la historia del arte. Luego, eso sí, podemos perseverar en el conflicto y pensar que es preferible rastrear este decurso temporal del arte al modo de Aby Warburg más que al de Ernst Gombrich y también abrir el discurso al ecofeminismo y a la perspectiva queer. Lo que pasa es que estos enfoques también se inscriben en la historia.

Para entrar en materia, ¿cuál es, entonces, “ese otro mundo”?

La modernidad de Canarias. Ni América, ni Europa, ni el nuevo mundo, ni el viejo, sino algo que se inicia en otras claves dentro de la expansión colonial europea y que por ello mismo necesita una historia del arte específica. Pero esto ocurre en cualquier territorio que esté, como éste, tan delimitado geográficamente. Por ello esta muestra no celebra algo que estaba por descubrir, sino que se confronta con el hecho de que este museo, como cualquier otro, tiene pulsiones de determinación del futuro mediante el encapsulamiento del pasado y el presente. Por ello lo que analizamos es que obras tienen una potencia, digamos, moduladora de entre las más de 4.000 que hay en TEA y a que principios ordenadores obedece cada una de nuestras colecciones. Por concretar: tenemos, por un lado, la, por así llamarla, colección fundacional que persigue reflejar el peso de las vanguardias en Canarias, desde el autorretrato de 1933 de Óscar Domínguez a la extraña Sombra terrestre de Magritte de 1928. Por otro, la colección ACA (Asociación Canaria de Amigos del Arte Contemporáneo), hecha con voluntad de captar el pulso de la España de los setenta, un momento en que todo parecía cambiar, lo que nos permite contar con obras que ahora nos resultan muy significativas como Capa pluvial de Aurelia Muñoz. Tenemos además la Colección Ordóñez Falcón (COFF), con su afán enciclopédico en el ámbito de la fotografía del siglo XX, que parte de El entrepuente de Stieglitz y llega hasta Un hombre en la calle de Jeff Wall. Todo ello junto a depósitos como el de María Belén Morales y obras que estimo fundamentales como los carteles PIC, nos permite recorrer el siglo XX intentando entender nuestra cultura visual como proceso de sedimentación y fagocitación.

A propósito de la cultura visual, ¿qué pinta un cuadro como Retrato de muchacha de Oramas junto a un montaje de fragmentos fílmicos de los años veinte y treinta de Nieves Lugo? ¿Y por qué avecina a ambos autores insulares con las fotografías políticas de Dorothea Lange?

Entiendo que su pregunta está encaminada a entender la aproximación de figuras internacionales, del terruño y otras desconocidas. He tenido, no diría discusiones, pero sí diálogos con expertos sobre la pertinencia de que unas obras estén junto a otras. Mis interlocutores entienden que la exposición está bien montada y ven en ello un peligro: les parece que hay algo ‘sospechoso’ en el hecho de que algunas obras de algunos artistas canarios, no todos, estén demasiado próximas a otros que no lo son y que, por así decirlo, se beneficien de la luz que desprenden un buen montaje y la vecindad de hit parades como Andy Warhol. A este respecto mi posición es la siguiente: existe cierta autonomía en la obra respecto de su autor/a, de tal modo que no está siempre supeditada a éste/a, sea canario o universal. Por lo demás, no tengo pretensión alguna de poner a los artistas canarios en el mundo porque ya lo están. Para eso nadie tiene necesidad de mí, porque hay otras herramientas seguramente más útiles que no pasan por comprometer el rigor curatorial. Lo que intento es dar a ver cómo se cuenta el mundo del siglo XX desde un museo en Canarias y como se dialoga con una ciudadanía concreta, la de Tenerife, algo que cuentan no solo los artistas de Canarias sino también los objetos que ha heredado o adquirido este museo. El maravilloso montaje de fragmentos de Nieves Lugo es un trabajo de Silvia Navarro en colaboración con Filmoteca Canaria y la propia familia de la autora. Ahonda en una nueva horizontalidad, que no democratización, de la imagen, que se produce a principios del siglo XX, cuando su producción se vuelve un fenómeno de masas. Así que, aún con biografías muy diferentes y herramientas distintas, Nieves Lugo, Dorothea Lange y Jorge Oramas ven un mundo que comienza a parecerse cada vez más, constituido por la inmediatez de la imagen.

En la muestra ha incluido un cuadro de Juan Ismael, El Peine, de 1939, que en su reverso tiene un trozo de pasquín con loas al nazismo y al nacionalsindicalismo. Creo que nadie ha hablado hasta ahora de este documento. En cualquier caso, ¿qué nos cuenta al respecto?

Precisamente hace unas semanas leí con mucho interés en el suplemento dominical de EL DÍA un artículo de Germán Jiménez Martel sobre Juan Ismael y su adscripción a Falange. Eso lo hace aún más extraño, porque, como aclara este historiador, su purga por masón es en 1944 y el cuadro es del 39. Podemos interpretar este pasquín en el reverso del cuadro como una adhesión de Juan Ismael al régimen que surgía de la Guerra Civil, pero tampoco podemos descartar que responda, simplemente, al recurso a un material que tenía a mano en un momento de gran escasez, aunque, naturalmente, una lectura como ésta puede resultar decepcionante por nuestra propensión a descubrir, constantemente, aspectos insólitos en las obras.

¿Cómo se inserta el biombo del siglo XVIII del monasterio lagunero de Santa Catalina de Siena en esta exposición de arte del siglo XX?

Es un anacronismo que activa el montaje. Funciona como prólogo, al igual que la pieza de Adrián Alemán, Socius 05, lo hace como epílogo. Éstas son, premeditadamente, las únicas de la exposición que no pertenecen al siglo XX (la de Adrián Alemán es de 2005). Ambas conciernen al ocultamiento. La primera porque mezcla influencias de arte oriental e iberoamericano que ponen al espectador frente al despliegue de la globalización, pero también porque es un elemento de la enfermería del monasterio que separaba a las monjas moribundas de las convalecientes. Además es un mecanismo de ocultación que reclama la atención justamente sobre lo que esconde. La segunda porque narra el proceso de desaparición de represaliados en la bahía de Santa Cruz durante la Guerra Civil y lo hace con una imagen actual: la de barcos fondeados en ella. Esto nos remite de nuevo a los mecanismos de construcción de la mirada. En este caso en un paisaje del que se obvia una importante carga histórica.

Antes decía que Capa pluvial de Aurelia Muñoz es una pieza muy significativa. ¿Puede explicarnos por qué?

Porque es una de esas obras que tienen una especial capacidad para articular el espacio. En los setenta Aurelia Muñoz entendía su trabajo como escultura y ello, precisamente por su aparente fragilidad —no sabíamos muy bien ni cómo colocarla constituye una respuesta rotunda al prestigio de los materiales y a la contundencia formal de las esculturas de Martín Chirino y Eusebio Sempere, también presentes en nuestra exposición. Aurelia Muñoz bebe de los postulados de la Bauhaus, del modo en que alguien como Anni Albers, por ejemplo, entiende la potencia de lo textil para significar el espacio. Lo que ocurre es que trabajos como el suyo casan mal con el auge económico de los años 80 y 90, cuando la espectacularización adquiere extraordinaria preponderancia en el arte. Así que alguien como esta artista que participó en la Bienal de São Paulo del 73 con una pieza similar a la que mostramos, y que hizo una maravillosa exposición en el Palacio de Cristal de Madrid, no parecía adecuarse a aquellas décadas. Pero en estos tiempos en que, de forma súbita, todo se nos revela como extraordinariamente inestable y en los que una parte importante de la sociedad reclama políticas en las que converjan lo ecológico y lo afectivo, la reivindicación de lo preindustrial de Aurelia Muñoz resulta extremadamente pertinente, si es que no premonitoria.

Háblenos sobre la vecindad de la pintura de José Luis Medina Mesa con las maquetas de María Belén Morales y la serie de fotografías de Hilla y Bernd Becher.

La relación formal es indudable y funciona muy bien en sala. José Luis Medina Mesa es un referente del postminimalismo en Canarias que abre una indagación pictórica del espacio arquitectónico que en los 80 prolongan otros artistas insulares. María Belén Morales experimenta en su madurez una libertad extraordinaria con sus maquetas. Tenemos esculturas suyas en los patios de TEA, pero estas maquetas aportan la visión de alguien que ya no está preocupado por estar en sintonía con su tiempo, que solo quiere ampliar su campo de investigación. Estas maquetas, en las que el material no es especialmente importante y que la artista nunca tuvo intención de mostrar, tienen correspondencias con obras de artistas neoconcretas brasileñas. Los Becher cierran esta línea de aproximación porque reivindican como escultura sus fotografías de estructuras industriales abocadas a la desaparición. Quizá éste sea un asunto que solo nos interese a algunos historiadores del arte, pero estoy persuadido de que para el espectador también puede resultar estimulante observar como artistas tan divergentes reflexionan sobre la nueva condición de la escultura: hibridada con el lienzo, reconsiderada en su estatuto de maqueta o expandida en la fotografía.

A propósito del postminimalismo, Donald Judd dice lo siguiente: “Las pinturas agujereadas de Manolo Millares sobre arpillera son construcciones que son objetos: han sido construidas; tienen una existencia real en el espacio tridimensional, en contraste con una pintura”. Parece como si el escultor minimalista, autor del ensayo Objetos específicos, describiese las arpilleras millarescas, tal que la que usted expone en la muestra, como obras que prefiguran el postminimalismo.

No sabía que Donald Judd había escrito sobre Millares, necesitaría conocer el contexto exacto en el que el artista de Missouri se refiere al de Gran Canaria para responderle de manera más meditada. Sería interesante saber si Millares también habló de Donald Judd, ¿verdad? Son dos artistas que me interesan y mucho, así que leeré el texto de Donald Judd. En el montaje expositivo hay dos tensiones que, se me ocurre, pueden tener mucho que ver con la forma en que ambos reflexionan sobre el espacio. Le diría que, en sentido figurado, la museografía se ha decantado hasta el año 2010 por Donald Judd: una cierta asepsia que esconde una tensión sobre la impenetrabilidad del mensaje. Entiendes que existe un ritmo, que en parte obedece a que has visto muchas exposiciones que te dicen como ver, y, sin embargo, no acabas de traerlo al recuerdo consciente. Pero a partir de ese momento, y probablemente por la crisis económica de 2008 y por el estado de confusión generalizado, el modo de ver un tanto intestinal de Millares comienza a cobrar vigencia. Es decir, no hay miedo a caer en cierta obviedad y a poner muchas más cuestiones sobre la mesa.

¿Por qué exhibe el cuadro de Millares sobre un panel rosa con ese punto baronesa Thyssen?

Bueno, las salas del Museo Thyssen-Bornemisza están pintadas de salmón. Aquí simplemente hay unos tablones en rosa. Creo que el salmón refleja la visión española muy de los 90 de lo que parecía crecimiento perpetuo y contextualiza bien la creación del Museo Thyssen al comienzo de esa década. La crítica fácil de los profesores de entonces era decir que las obras debían exponerse sobre superficies blancas, pero, como usted sabe, muchas esculturas griegas en mármol estaban policromadas, así que el color no es algo con significados inalterables en el tiempo. Decidí destacar el millares y otras dos obras sobre paneles rosa porque ejemplifican distintas concepciones de la imagen y nos permiten indicar al público periodos en que éstas se hace especialmente evidentes. Elegí una pintura de Óscar Domínguez, otra de Millares y una serie fotográfica de los Becher como ejemplos, respectivamente, de la disolución de la forma, la desaparición de la figura y el regreso a ésta. ¿Por qué el rosa? Pues, precisamente, porque puede provocar esta pregunta, por lo que este color implica de estigma: por su adscripción a lo kitsch que supuestamente no debería entrar en el museo, porque es el color con el que se marcaba a los homosexuales en los campos de concentración nazis, porque con él reducimos muchas manifestaciones que consideramos blandas como el amor… Si lo piensa, el rosa representa el siglo XX.

La muestra gira sobre las colecciones de TEA, pero hay piezas prestadas, como el vídeo de Juan Downey.

Efectivamente. Hemos incorporado a la exposición préstamos como el vídeo The Looking Glass de Juan Downey, las imágenes de Nieves Lugo o la fotografía de Adrián Alemán porque ahora yo soy el director de TEA. Me explico: no es una cuestión egomaniaca. Simplemente intento evidenciar que el relato del museo es supuestamente colectivo y aspira a contar una sociedad y un tiempo cambiantes, pero lo cierto es que depende de quién hace el relato y de la posición que ocupa. Ello concierne a todas las personas que han intervenido en las adquisiciones, desde los conservadores y conservadoras hasta los distintos consejos de administración. Por eso me parecía indispensable esbozar las líneas de fuga que al incorporarme a la dirección he traído conmigo, mi voluntad de desestabilizar el relato hegemónico de una modernidad basada en la noción de genio y una postmodernidad ordenada. Todo esto me lleva, nos lleva, a buscar elementos que propician que no siempre hagamos pie en la exposición, que nos interroguemos en la sala. El vídeo de Juan Downey, de 1981, es una peculiar historia del arte basada en los reflejos: desde el mito de Narciso hasta el restaurante lleno de espejos donde Roland Barthes almorzó con Mitterrand justo antes de morir atropellado por una furgoneta. Es la historia del arte de Downey, un artista chileno que a veces es sarcástico con la aspiración a la posteridad de quienes hacen arte y de quienes discurseamos sobre el arte.

La museología contemporánea, y pienso especialmente en las contribuciones de Stephen Bann, ha devuelto a la curiosidad un carácter central entre los principios vertebradores de los museos. Usted ya le otorgó esta preponderancia en la organización abigarrada, y a veces desorientadora, de su reordenación del Museo Municipal de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife. ¿Ha vuelto a poner la curiosidad en el centro de esta exposición?

Sí, la mía la primera, para intentar entender que cuenta todo esto. En el Museo de Bellas Artes hay objetos y obras que a priori pueden producir rechazo, pero que con el tiempo, así al menos me ocurrió a mí y a quienes compartieron conmigo aquella experiencia, pueden revelar enorme riqueza. Las propuestas de carteles para las Fiestas de Mayo de la década de los 50, colecciones de pipas y cachimbas, huevos de avestruz, souvenirs de Pompeya o la infinidad de paisajes catalanes de Nicolás Alfaro y Brieva son solo algunos ejemplos de la heterogeneidad de la colección de este museo con la que, en principio, no sabía muy bien cómo lidiar y que, le confieso, me provocaba una formidable tentación de ir sobre seguro, de centrarme exclusivamente en el Arte con mayúscula. Pero llegó un momento en que comprendimos que teníamos que esforzarnos para que la vida entrase en el museo y que para ello debíamos dar entrada a los objetos de los muertos. De este modo se recrea la curiosidad de otros que nos precedieron, sepultada muchas veces por la disciplina museística, que está cada vez con más frecuencia demasiado cerca del marketing y que sobreentiende, obviando preguntas insoslayables, que es lo que desea ver o lo que debe ver el público.

Pero en TEA la curiosidad se aviva de otra manera.

Sí. En términos de curiosidad la exposición en TEA no puede estructurarse como en el Museo de Bellas Artes porque no obedece al mismo proceso fundacional. Aquí trabajamos con dos expectativas: la de una historia del arte local y la de otra historia del arte, digamos, universal, muy recientes. Pero el arte local no es más que un fragmento del mundo y lo que llamamos arte universal no deja de ser otro fragmento esencialmente europeo y estadounidense de una totalidad imposible. Lo que planteamos es si es posible evidenciar que una colección, lo explicite o no, está construida siempre con raseros ideológicos. Así que, cuando en el montaje introducimos lo que puede entenderse como pequeñas distracciones —paneles de color rosa, luz natural en algunos tramos, incisiones en los muros —, propiciamos fugas en la visión y abundamos en el hecho de que el arte, su producción, su contemplación, constituye un tipo de conocimiento que, más que en lo textual, se basa en la intuición sensorial.

¿Está satisfecho con el resultado?

El museo se debate siempre entre la euforia y la disforia: la euforia de quienes creen en las piezas y piensan que hay mucho conocimiento acumulado en ellas y la disforia de quienes creen que las piezas solo son objetos sin agencia. ¿Satisfecho? Creo que la exposición ha quedado muy limpia y organizada, más de lo que a priori quería. Pero Anne d’Harnoncourt, que dirigió el Museo de Filadelfia y era experta en Duchamp, decía que hasta en las exposiciones muy mal montadas se producen momentos epifánicos.