No es fácil atrapar a un salmón salvaje. Se trata de un animal astuto dotado de musculatura por su incesante lucha en el agua. Llega al mundo en ríos y arroyos, y, madrugadoramente, emprende el camino hacia el mar donde permanece hasta la época del desove. Es entonces cuando decide nadar contra corriente de vuelta al lugar de origen para depositar allí sus huevos. Los pescadores se sitúan en las riberas con sus cebos e intentan capturar los ejemplares que se precipitan para desovar en los manantiales. Los alemanes, en Finlandia, durante la II Guerra Mundial los masacraban con granadas de mano igual que al resto de los peces. Cuando no los ahuyentaban con el ruido de las sierras y los martillos mientras se dedicaban a levantar puentes sobre los ríos. Curzio Malaparte, el toscano maldito, escribió en Kaputt, la triste y lírica novela en la que cuenta su experiencia como corresponsal bélico, la batalla cruenta declarada al salmón transmitida por Juho Nykänen quién se preguntaba cómo podían ser tan estúpidos e ingenuos de tratarlos igual que si fueran judíos. Aquel rústico dueño del bazar de Inari, en las inmediaciones del lago, le explicaba a Malaparte que él mismo le había dicho al general Von Heunert, al mando de las fuerzas de ocupación en Carelia, que si en vez de hacerle la guerra a los rusos se la seguían haciendo a los salmones, los finlandeses acabarían defendiéndolos. Malaparte le respondía que es más fácil librar una guerra contra los salmones que contra los rusos y Nykänen negaba. Es un error, mantenía, los salmones son muy valientes y vencerlos resulta complicado. "Llegará un día en que los soldados alemanes tendrán miedo hasta de los salmones". Y, en efecto, así acabó la guerra en Europa para el III Reich, con la equivocación de masacrar a los salmones, la resistencia rusa y la tenacidad británica.

Aquel hombrecillo de las tierras más altas de Finlandia sabía razonar. Su historia jamás la he olvidado, forma parte de esa racimo impagable de anécdotas oscuras, a la vez luminosas y hasta increíbles, fruto de una gran imaginación, que forman parte de Kaputt. Nykänen, el personaje que relata las vicisitudes del irreductible salmón ártico, recalca que frente al blitzkrieg nazi, impropio del juego limpio de la pesca, los salmones finlandeses actuaban como caballeros y preferían el exilio antes que rendirse a un adversario indigno de ellos. "¿Sabe usted dónde emigran nuestros salmones?", le preguntaba a Malaparte, y el periodista italiano respondía que a Noruega. No, aclaraba Juho Nykänen. "¿Cree usted que los noruegos se hallan mejor que los salmones. Los alemanes también están allí?". Al parecer, guiados por su maravilloso instinto de supervivencia, los salmones emigraban a Rusia, a la isla de los Pescadores o a Murmansk, esperando volver a Finlandia. Él, Nykänen, confiaba en que lo hiciesen tras la derrota alemana y no con la cabeza roja. Kaputt, ya digo, es una gran novela, una maravillosa lección de vida y muerte.

Cuando no remontan la historia, los salmones lo hacen sobre las leyendas más extraordinarias. La literatura en torno ellos tiene el mismo rendimiento que su apreciada carne. Los irlandeses piensan en un futuro más halagüeño cada vez que prueban los salmones de sus ríos. En concreto, los del Boyne, que discurre por los condados de Louth y Meath, y donde el joven discípulo del lugareño Finnegas, Fionn McCumhaill, tocó con el pulgar el lomo inflamado del pez del conocimiento por el que todos suspiraban, se quemó y se llevó el dedo a la boca para tratar de calmar el dolor. Desde ese momento quedó expedito el muro entre el presente y el porvenir. En Irlanda todavía se preguntan cuándo volverá Fionn.

En las tierras bajas (lowlands) de Escocia, los salmones que remontan los ríos Clyde y Tweed se asan simplemente al horno empapados de mantequilla. Ideales después de beber uno de esos malt islay de suaves aromas a turba, limón y pimienta negra. Pero de todas las preparaciones del salmón hay una que le sienta especialmente bien y proviene de Escandinavia. Más concretamente, si quieren, de Noruega. Es la que recibe el nombre de gravet laks y que proviene del método primitivo de conservar su carne en salazón. Consiste en sazonar el pescado con sal, azúcar y pimienta y cubrirlo con eneldo, enterrándolo durante varias semanas, con el fin de que los condimentos actúen sobre el salmón ayudados por la presión de la tierra. Naturalmente en una vivienda urbana enterrar el salmón resulta complicado, de manera que lo práctico es sepultarlo bajo una tabla de madera con algo de peso encima para que se sienta presionado. Se reserva en el frigorífico. A la hora de servirlo se acompaña de una salsa de mostaza.

Pero como ya conocen, la mayoría de los salmones que se comercializan proceden de piscifactorías. Obviamente, poco tiene que ver un salmón de cultivo con uno pescado en el río, pero la cría masiva ha permitido que se puedan conseguir ejemplares bastante más grasos durante todo el año. El salmón, en términos generales, ha dejado de ser un lujo, pasando del ejemplar noble que seduce durante la temporada de pesca a ser un pez de lo más democrático por su precio. Noruega produce más de un millón de toneladas de salmón atlántico cultivado anualmente, cuatro veces la producción total de carne del país, y una cantidad equivalente a 12 millones de raciones de salmón al día. Gracias a su inmensa y creciente inversión en acuicultura, es ahora el prin­cipal productor mundial de salmón de piscifactoría. No era esa seguramente la vuelta que querían los salmones de Malaparte que prefirieron el exilio a la Wermacht.