Un día de lluvia cualquiera que nos anega los ojos y las alas, saltamos de charco en charco como una pantera que huye de lo inevitable, hasta que, de repente, se detiene a mirar su reflejo agrietado en el agua. Ese animal felino es Clarice Lispector (Chechelnik, Ucrania, 1920-Río de Janeiro, 1977) trazando piruetas del yo a la palabra, de lo íntimo a lo posible, del reguero de ideas del pensamiento a la obra de arte. Y esa charca es su literatura: profunda, turbulenta y reveladora, que nos mira con ojos rasgados desde el fondo para arrojarnos al abismo de sus aguas y alcanzar la otra orilla de nosotras mismas. "Sé que cada día es un día robado a la muerte. No soy un intelectual, escribo con el cuerpo. Y lo que escribo es una niebla húmeda", relata la voz narradora de La hora de la estrella (1977), su última novela publicada antes de su muerte, como un epílogo de su escritura personalísima que entrevera infancia, exilio, deseo, metaliteratura y finitud.

Este 2020 se conmemora el centenario del nacimiento de Clarice Lispector, una de las escritoras brasileñas más destacadas y fundamentales del pasado siglo XX, que seccionó sus múltiples rostros en sus distintos personajes y, en su eterna búsqueda del yo posible, configuró un espejo de todas las mujeres. "Discúlpenme, pero voy a seguir hablando de mí, que soy mi desconocido (...) Quién no se ha preguntado: ¿soy un monstruo o esto es ser una persona?", prosigue el trasunto de la autora, desde la convicción de que "quien se analiza está incompleto".

Jamás debieran la artista y sus orígenes condicionar la valoración de una obra, pero las raíces segadas de Lispector conforman y atraviesan una pulsión literaria que cuestiona continuamente el espacio que ocupa para salirse de sí misma y volver a habitarlo con un lenguaje renovado. Nacida con el nombre de Chaya Pinjasovna Lispector, de origen hebreo, en un contexto de hambre, torturas y persecución racial donde su familia huía de los terribles pogromos auspiciados por el antisemitismo feroz que asolaba las provincias rusas. Apenas contaba dos años cuando emigraron a la actual Moldavia y Rumanía, y luego, a Brasil, donde la futura escritora adoptó el nombre portugués de Clarice. Y con solo 10 años, su madre moría víctima de la sífilis que contrajo a causa de una violación múltiple durante la I Guerra Mundial, primera herida fundamental de Lispector.

Tras este golpe trágico, su padre quiso apostar por la educación de sus tres hijas y Clarice culminó sus estudios universitarios de Derecho mucho más allá de lo establecido en la época para las mujeres de clase alta, si bien, para entonces, ya perseguía el sueño de las letras en las redacciones de periódicos y en su habitación propia. A los 21 años publicó Cerca del corazón salvaje (1944), distinguida con el Premio Graça Aranha a la Mejor Novela, entre otros galardones, y los lectores y la crítica ya rebautizaban a la autora como "una extranjera en la tierra", que buscaba su lugar en el mundo a través de los senderos oscuros y solitarios de las palabras. "Lo que escribiera sería la punzada mortal. La punzada de ser esplendor, miseria y muerte. Lo que escribiera sería el placer dentro de la miseria. Es mi deuda de alegría para un mundo que no me es fácil", declaró la autora en sus comienzos.

A menudo se ha definido el estilo de Lispector como un "no-estilo" y la propia escritora se refería al estilo como "un obstáculo que debe ser superado". "Yo no quería mi modo de decir. Sólo quería decir", manifestaba, aunque quizás fuera más exacto señalar que Clarice Lispector quería decir(se), como si escribir fuese la única manera de leerse, de entenderse y, en última instancia, de salvarse. "Escribo como si fuese a salvar la vida de alguien, probablemente mi propia vida", recoge Un soplo de vida (1977), su última compilación de textos publicada a título póstumo y que en España engrosa la Biblioteca Clarice Lispector de la editorial Siruela, que atesora un catálogo de 17 títulos de la autora.

Pero lo cierto es que la denominada escritura clariceana se asemeja a un laboratorio narrativo o ensayo introspectivo de ideas a caballo entre el existencialismo, la mística, e incluso, la metafísica, que emula el fluir de la conciencia como un caudal de sensaciones, anhelos y temores que explora los límites del lenguaje, que, en el fondo, son los límites de sí misma, y que Lispector desea trascender para nombrar(se). En sus conversaciones con el escritor, político e intelectual brasileño Alceu Amoroso Lima, recogidas en Descubrimientos. Crónicas inéditas de Clarice Lispector (A. H. Editora, 2010), este manifiesta: "Clarice, usted pertenece a esa categoría trágica de escritores que no escriben propiamente sus libros, sino que son escritos por ellos".

En esta línea, Lispector pone en tensión la cuerda del lenguaje para encontrar su propio equilibrio como sujeto que narra y que, por ende, existe, y "de puro placer, de pura búsqueda simple, ando sobre la línea floja". Sin embargo, una de las particularidades de la literatura de Lispector es que tensa la cuerda hasta la náusea, como señala la investigadora Carolina Hernández Terrazas en el ensayo biográfico Clarice Lispector. La náusea literaria (Fórcola Ediciones), que elabora toda una teoría del lenguaje y la modernidad en relación con el tedio, la comodidad y la rutina, y que solo puede quebrar el descubrimiento revelador o epifánico de un instante cotidiano, donde la literatura se abre paso. La novela que mejor ilustra esta nueva consciencia del yo en el minuto frágil es La pasión según G. H. (1964), considerada la obra maestra de Lispector y que, en la estela de La metamorfosis de Kafka (1915), revela un instante epifánico de la narradora en un soliloquio con una cucaracha en una habitación, que simboliza "la propia vida mirándome".

Y si esta confrontación hasta la náusea o "punzada mortal" concentra los miedos de una vida entera para volver a inaugurarla con un sentido propio, en Aprendizaje o El libro de los placeres (1973) extrapola este despertar a la relación con el otro desde la necesidad de despojarse de uno mismo para abrirse a los demás: "También sabía una cosa: cuando estuviera más preparada, pasaría de sí hacia los otros, su camino estaba en los otros. Cuando pudiese sentir plenamente al otro estaría a salvo y pensaría: he aquí mi puerto de llegada. Pero antes necesitaba tocarse a sí misma", recoge esta novela sensorial que comienza con una coma, como si el ejercicio de (re)escribirse fuese anterior a la existencia y constituyera un movimiento perpetuo, con permiso de Monterroso.

Así, convencida de que "de mi permanente caída comienzo a hacer mi vida", el renacer íntimo de Lispector es una búsqueda formal en la escritura como forma de ordenar el mundo y reencontrarse, "que tiene que ser por el camino de aquello que somos, si logro no hundirme definitivamente en aquello que somos". "Supongo que esta es mi única vocación verdadera. Ordenando las cosas, creo y entiendo al mismo tiempo. (...) Ordenar es buscar la mejor forma", escribe en La pasión según G. H. En esta búsqueda lingüística casi compulsiva derriba todas las fronteras entre géneros -acaso una manera de querer dinamitar todas las fronteras del mundo- y prefigura ese verso de Pizarnik que dice: "Buscar: no es un verbo sino un vértigo", toda vez que su forma literaria es tan indefinible e inaprensible como cualquier corazón en la Tierra: una trama que es muchas tramas en el vacío, un todo fragmentario e inacabado, en permanente descubrimiento y búsqueda de sentido a aquello que no lo tiene, pero que, sin embargo, constituye el aguijón de la vida.

Las cimas de abstracción que remontan sus relatos cotidianos le han valido los dardos de escritora "hermética" o "ininteligible", que acrecentó además su escasa propensión a prodigarse y conceder entrevistas, pero la legión de devotas y devotos que concita su obra evoca esa máxima lorqueana sobre la poesía que "no quiere adeptos, quiere amantes". En una ocasión, la propia autora defendió sus territorios codificados de metáforas, que, por otra parte, son puro tejido orgánico y corpóreo, refiriendo que "tanto en pintura como en música y literatura, muchas veces lo que llaman abstracto me parece solo lo figurativo de una realidad más delicada y difícil, menos visible al ojo desnudo".

A lo largo de su extensa obra literaria, honda pero sucinta, con el predominio de la nouvelle de apenas un centenar de páginas, Lispector dibuja sus paisajes interiores por las "estrechas aberturas" o "puertas de salida" que describe en el relato Silencio, como la que cerró para siempre al divorciarse de su marido, el diplomático Maury Gurgel Valente, en 1959, después de una vida plagada de viajes idílicos por Europa, para regresar a Brasil, su única noción de patria, con sus dos hijos. A ese lado del Atlántico ejerció la literatura hasta el último aliento, incluso después de calcinarse la mano derecha al ingerir un cóctel de pastillas que la adormeció con el cigarrillo encendido, su segunda adicción incurable, en 1966.

Un siglo después de asomarse al misterio del mundo, Lispector, una clásica contemporánea de las letras universales, nos sigue interpelando desde ese estado de preclímax en que transitan sus personajes, siempre al acecho de un nuevo peligro o revelación que reestablezca el equilibrio. A menudo, una mujer sola que descubre su existencia en su intimidad y la vastedad de las palabras con las que nombrar las cosas y, en la hora más oscura de la noche, "organizar la esperanza": "No consigo manipular los elementos primarios del laboratorio sin luego querer organizar la esperanza", apunta su álter ego en La pasión según G. H.

En 1977, Clarice Lispector murió a causa de un cáncer de ovarios fulminante a los 57 años, de la mano de su amiga Olga Borelli, después de clamar en el hospital: "¡Se muere mi personaje!". Pero en la entrelínea de sus novelas y relatos todavía respira la esperanza que buscó en los fondos abisales de su ser como si cada día volviese a inaugurar su existencia, incluso con sus manos ya heridas y llenas de cicatrices, "nuestras manos", escribió, "que son groseras y están llenas de palabras".