Hubo un tiempo, mucho antes de los parches de nicotina y la angustia existencial de las Champix, en el que fumaba hasta Popeye. Ibas al ambulatorio -así se llamaba el CAP- y el médico te recibía con el fonendo en la oreja y el paquete de Condal sobre la mesa, como si tal cosa: "Tosa", "respire", "más hondo". Fumar era tan normal como vivir. Los cigarrillos, vendidos incluso de uno en uno en los quioscos, constituían un rito de paso hacia la edad adulta, una manera descarada de plantarse en el mundo, hasta que la información sobre sus efectos perniciosos y, a partir de los años noventa, la legislación antitabaco fueron estrechando el cerco en torno a los fumadores. Ahora, el maldito covid, emboscado en las gotitas volanderas de saliva -o eso dicen-, ha expulsado de las terrazas a los últimos mohicanos del humo. Parece que el destino final de cualquier placer pasa por convertirse en cenizas de nostalgia.

Los cigarrillos son parte consustancial del siglo XX desde que comenzó su producción mecanizada a finales de la anterior centuria con la máquina enrolladora Bonsack (120.000 cilindrines al día). Un hábito barato y muy democrático -ahora, como diría Pérez Andújar, fumar "es de pobres"-, una práctica enraizada hasta el tuétano en la historia y la cultura occidentales, sobre todo en el cine, que aún aguarda la aparición sobre la faz de la Tierra de alguien que supere el estilo de Humphrey Bogart con el pitillo (con permiso de Robert Mitchum). Imborrable en la memoria cinéfila la escena final de El sueño eterno (1946), en que Boogie ofrece fuego a Lauren Bacall y ambos comienzan a fumar tras una especie de pantalla de gasa. Solo se ven las siluetas, hasta que sus manos posan los cigarrillos sobre un cenicero de cristal, vulgar, como de motel, mientras desciende la cortina de los créditos. ¿Y qué decir de Rita Hayworth? Para la posteridad, la secuencia en que Gilda (1946) le pide lumbre a Glenn Ford y este mantiene intencionadamente el encendedor a la altura de su cadera para obligarla a inclinarse. Un mensaje fálico a más no poder. Put the blame on Mame, boys.

En el sugerente ensayo Cigarettes are sublime (1995), escrito como terapia para dejar el vicio, su autor, Richard Klein, proclama a los cuatro vientos que los cigarrillos, aunque nocivos para la salud, son "un magnífico y hermoso instrumento civilizador y una de las más gloriosas aportaciones de América al mundo". Desde luego, en las películas del Oeste, su mito fundacional, fuma todo quisque: Alan Ladd, John Wayne, Gary Cooper... Y Clint Eastwood en los spaghetti western. La vida de frontera, con sus emboscadas de apaches o asaltadores de diligencias, resulta demasiado intensa como para andarse con remilgos antihumo.

El tabaco también pervive incardinado en los clásicos del film noir, tanto o más que la gabardina y la Smith & Wesson. En otro ensayo de la literatura ahumada, titulado Puro humo (Lumen, 2000), Guillermo Cabrera Infante sentenció que el gran secundario Edward G. Robinson fue "el mejor fumador de puros de la historia del cine" (con la venia de Orson Welles). El habano, por cierto, es también Churchill, Groucho Marx y la revolución cubana, mal que le pese al anticastrista cinéfilo, quien sostuvo a su vez que, entre las mujeres, Bette Davis fue "la mejor expulsadora de humo".

¡Ah, aquellas divas! Fumaban en largas boquillas o dejaban su impronta de carmín en el filtro, entornando los ojos, mirada de fuego bajo los párpados y corazón de hielo en el pecho. Mujeres de armas tomar, una imagen que aquí se encargó de acuñar Saritísima Montiel en El último cuplé (1957): "Tendida en la chaise longue, fumaaaaar y amaaaaar". Aunque Hollywood y la industria publicitaria se adueñaron y explotaron el concepto de mujer fatal, en realidad el invento se importó desde la Alemania de los años treinta, cuando Josef von Sternberg colocó frente a la cámara a Marlene Dietrich en El ángel azul. La erótica, atractiva y maligna Lola Lola.

Desde que Rodrigo de Xeres (o Jerez) fue el primero en avistar a los hombres-chimenea en la isla de Cuba, durante uno de los viajes de Colón, el hábito de fumar parece indisociable del acto de escribir. Henry Miller, Ernest Hemingway, Juan Carlos Onetti, Albert Camus o Jean-Paul Sartre, si bien los irritantes amigos de lo políticamente correcto le borraron el cigarrillo que el filósofo sostuvo siempre entre los dedos -¿era Gitanes?, ¿o Gauloises?- para el cartel y el catálogo de la exposición con la que la Biblioteca Nacional Francesa conmemoró su centenario en 2005. Para los anales quedan el afán adjetivador de Josep Pla, cuando liaba su picadura, y la novela de Italo Svevo La conciencia de Zeno (1923) sobre la imposibilidad de la última sigarreta.

Una señora fumando

Cuando se empieza a cuestionar el papel tradicional asignado a la mujer (marido, cocina, niños), las féminas se lanzan de cabeza al vicio como salvoconducto aspiracional para una vida más libre y plena. Lo narra de forma magistral la uruguaya Cristina Peri Rossi, en Cuando fumar era un placer (Lumen, 2003). En 1951, con 10 años, la escritora ve a una señora fumando en un bar de Montevideo y se dice: "Yo voy a ser esa mujer que fuma, sola, sentada ante una taza de café, mientras mira crecer la noche, mientras observa el tránsito de la calle y sueña con otros paisajes, sueña con citas apasionadas que van a ocurrir poco después". Un libro que está lleno de reflexiones, retazos biográficos y algún verso: "Dejar de fumar/ ha sido tan duro/ tan doloroso/ como dejar de amarte".

Los exfumadores empedernidos, como Peri Rossi, conocen bien el inmenso goce de exhalar una densa bocanada con la cabeza echada hacia atrás, mientras las volutas se enroscan sobre sí mismas en busca de lo imposible. A pesar del cáncer, de las multimillonarias demandas contra las tabacaleras, el cine siguió enganchado al pitillo, y John Travolta y Uma Thurman constituyeron una espléndida pareja fumona en Pulp fiction (1994), tanto como Sean Young intentando demostrar a Harrison Ford que no era una androide en Blade runner (1982). ¿Qué tendrá el vicio? Que se lo pregunten a Don Draper ( Mad men) o al cineasta David Lynch, que sigue echando humo como la chimenea de una térmica. Fumar acerca a lo sublime, a la belleza oscura que se mece sobre el precipicio. Es un desafío maniatado. Como dice el chileno Alejandro Zambra, parafraseando al editor Rocco Alesina, "el humo no mata, acompaña hacia la muerte".