A lo que creo que deben aspirar todos los arquitectos que asuman la responsabilidad de construir, es a que cuando hayan pasado unos años y reflexionen sobre sus obras puedan decirse así mismos, y demostrar a la sociedad con sus obras, que han minimizado el número de arrepentimientos de su vida, el número de actos de omisión, el número de caminos que no recorrieron ni pensaron al construir (o destruir, en muchos casos) ciudad.

Aunque algunas acciones de arquitectura nos pueden parecer a priori impulsivas y atrevidas, pensemos por ejemplo en el momento en que se diseñó el Museo Guggenheim de Bilbao y cómo ese diseño fue cruel y duramente criticado por el mundo vasco de la cultura, por su aparente poco sentido común, finalmente resultan tener mucho más sentido común del que parecía, y triunfa, en este caso, y pone -un solo edificio- a Bilbao en el mapa mundial de la cultura, la arquitectura y el turismo.

Sentido común & sabiduría

Porque a veces el sentido común de hoy no tiene porque coincidir con la sabiduría convencional, sino con la capacidad de innovación, de encontrar soluciones nuevas para momentos nuevos, y así es como ha ido evolucionando la humanidad. Lo que no tiene ningún sentido común es estar poniendo cortapisas a la inteligencia constantemente cuando un lugar, una situación, un momento histórico determinado, nos está pidiendo otra cosa completamente diferente a lo que dicta el sentido común del pasado. En definitiva, que el sentido común va evolucionando, y debe seguir evolucionando porque los problemas van cambiando.

Dos personas que se adelantaron a su tiempo y modificaron lo convencional utilizando un nuevo sentido común hace ahora 20 años que han muerto, y merecen toda nuestra admiración: se trata de los arquitectos Sáenz de Oiza (1918-2000) y Enrique Miralles (1955- 2000).

La trayectoria de ambos es muy distinta, uno murió con toda la vida disfrutada y otro con muchos por vivir, pero 20 años después siguen sirviendo de inspiración en esto de respetar a la naturaleza y en el asunto de adaptarse al sentido común que requiere cada una de las épocas históricas que a cada uno nos toca vivir.

Si analizamos la trayectoria y las obras de estas dos figuras, de las más reconocidas e icónicas del panorama nacional e internacional de la arquitectura, nos encontramos con unas vivencias diferentes, unas circunstancias sentimentales complejas, unas circunstancias históricas diversas, pero al final el resultado de su trabajo contiene, en los dos casos, desde mi punto de vista, ideas arrolladoramente buenas y de absoluto respeto con la naturaleza, y con los entornos urbanos en los que les tocó construir. Con intensidad, y cada uno con su propio sello, nos dejaron obras para la eternidad, como el Cementerio de Igualada, de Enric Miralles y Carme Pinós donde Miralles fue enterrado en el año 2000, o la renovación del mercado de Santa Caterina (que Miralles ganó junto a Benedetta Tagliabue) que fusiona lo nuevo con lo histórico y su entorno de una manera magistral.

De francisco Javier Sáenz de Oiza me quedo tal vez con la Basílica de Nuestra señora de Arantzazu. Una Basílica hecha de hormigón, piedra y acero, obra que le permitió revisar las premisas de la arquitectura religiosa, construyendo una de las mejores obras sacras de la España moderna, y que realizó con generosidad junto a Jorge Oteiza y otros artistas como Eduardo Chillida, Carlos Lara y Lucio Muñoz. O también sus Torres Blancas, de la década de los 60, otra de sus grandes obras y quizá uno de los proyectos más emblemáticos, influenciado por Le Corbusier y Frank Lloyd Wrigth, que lo consagró en el panorama internacional.

Sirva este artículo como tributo a los dos y a su obra.