Las necrológicas, como su etimología dispone, se reservan para las personas fallecidas, y va de suyo dedicarlas a quienes, por una u otra circunstancia, en mayor o menor grado -unos pocos afortunados en vida; de forma póstuma todos los demás-, alcanzaron notoriedad. A quien aquí conmemoramos reúne los dos requisitos -querido y notorio en vida, fallecido hace ya unos años-, aunque la efeméride escogida es la de su nacimiento, un 18 de julio de 1933, por ser el inicio de todo lo que después fue, de todo lo que podemos conocer y recrear de una persona. Era Simón Cruz, Federico, nacido y bautizado en El Paso, en el caserío de Las Manchas, isla de La Palma, "en medio del Atlántico", como se suele decir, aunque apuntaríamos mejor si dijéramos en un rincón del océano que la baña, al pie de la costa africana o, para mayor precisión, en las coordenadas longitud O17º52'0.01'', latitud N28º40'0.01'', sí, justo ahí.

Naciendo Federico, todavía era temprano para que lo supiera, pero estiró en una tierra que en mil novecientos treinta y tres era pobre, bella y sedienta, igual que hoy, pero sin posibles, bien aislada, sin adelantamientos, ni hoteles ni turismo ni nada que se le pareciera, por no haber, ni luz eléctrica, solo la tierra que a esforzado golpe de guataca daba papas, siempre de guardia las papas sobre la mesa, acompañadas con algo, y luego había quien recogía las almendras o cargaba unos cestos de tunos, tal vez ordeñaba un par de cabras y amasaba gofio, poco más. Debía doler aquella austeridad sin vuelta de hoja, aquel sin horizonte. Federico y sus coetáneos supieron muy pronto. Lo cierto es que de allí salieron a puñados, cuando y como se podía, una maleta de madera encerrando cuatro mudas, listos para escalar el vapor que los llevase hasta la otra ribera, en tiempos donde a la prosperidad se llegaba vía La Guaira o por La Habana, a la tierra de promesa que Vespucio no descubrió, ni pretendió bautizar, y que sin embargo lleva su nombre.

En aquellos fondeaderos se presentaban los pobres canarios y los canarios pobres, a la expectativa de ajuntar un buen dinero. Se cavaba la tierra, como en la Isla, pero cuentan que aquel era un suelo más generoso -"pagaban bien"-, trabajo en abundancia, canarios y gentes de la Península, en casas de labriegos dentro de grandes fincas, dedicados a la tarea, en cuerpo y alma, aunque entonces sí, con horizontes nuevos. Quienes podían también llevaban y traían mercancías o abrían pequeños comercios.

La historia de Federico es una y muchas, la suya y la de sus contemporáneos. Escribir esta efeméride es una manera de acercarse a todos, a entonces. El periplo lo hicieron muchos, millares, pero el que escribe arranca en Federico Simón Cruz, frente a quien, ochenta años después, se sentó en un banco corrido de su bodega de Las Manchas. En la mesa de al lado gozaba comiendo -parrillada de carne, papas, buen vino de la casa- un paisano de Venezuela: "Chávez jodió todo, ¡aquella tierra tan rica!". Escuchaba atento un estudiante de La Laguna, quien había llamado a Veda, la mujer del entrevistado, para concertar la cita: "Para hacerle unas preguntas, sobre la emigración canaria a América, ¿podrá Federico?". Allí en su bodega lo recibió, enjuto, manos gruesas como dos cantos atados a finas cañas, moldeadas con los pegones de cavar la viña, el tono de voz enérgico, cantarín y tan sentido, como el de las gentes de El Paso, la mayoría de antes. En esa y en otras ocasiones los jóvenes callaban reverentes. Aquel señor mayor, siempre cariñoso y hablador, pero hablador de cosas graves y sencillas -hoy desusadas-, de ética del trabajo, compromiso con la tierra, "las cosas bien hechas", la familia, atender, cuidar. Oír a los mayores como Federico en los reencuentros veraniegos o en entrevistas como aquella era un recreo, beber de una fuente que conducía a otro mundo, cronológicamente tan próximo y a la vez tan distante, un mundo que fue hasta ayer por la tarde -cuando los padres de uno eran si acaso niños de teta y los abuelos todavía unos jovencitos-, tan cambiado hoy que por fuerza es otro y hay que expresarlo así: "Otro mundo". Aquellas remembranzas entraban por los oídos y formaban en la cabeza un todo maravilloso, mezcla de nombres, dinastías familiares, tremendismo campesino -nada impostado-, dichos, leyendas y romances.

En el banco corrido me habló Federico de aquel viaje, maleta de madera a cuestas. Una cuadrilla de campesinos forasteros, recluidos en una casa, terreno en derredor, el sexo femenino en visitas organizadas, de resto, hay que trabajar. Poco después vino el negocio de la refresquería. Gallegos o canarios, nuevos mercaderes fenicios -de Tiro a Huelva, desembarco en Canarias, llegados pronto a la otra orilla- koiné hispánica de la primera mitad del siglo XX, sin telas ni especias, hijos de tierra y azadón, del comercio de lo que se podía.

Casi indiano, regresó Federico con lo suficiente para comprar unas fanegas de plátanos en Tazacorte, y poco después las viñas -uvas y plátanos, frutas del emprendimiento-. Horadó la piedra para guardar el vino, trasiego de gentes que paraban: "A ver ese vino" y "¿algo para acompañar?" un fisco de queso, las inevitables papas€ y así fue, hasta abrir el restaurante, Bodegón Tamanca, en Las Manchas. Abrió de nuevo estos días, superada de momento la prueba vírica, en medio de la misma tierra sedienta -pobre según se mire-, bella, bellísima, en la que nació y trabajó Federico Simón Cruz, como tantos otros. Historia de una isla, de un archipiélago, de un país y de un tiempo.

Llegar hasta aquellos campesinos palmeros, en la Isla o en América, recordándolos como debieron ser, a la luz de los testimonios. Ni héroes ni villanos, gentes con toda su apabullante humanidad, hijos del tiempo y el lugar, expresión concreta que vive en nuestras charlas y escritos más o menos teñida de nostalgia, que nos interesan como argamasa de lo que nos es tan querido: el arraigo, el sentimiento de pertenencia; también como asidero y referente, para conocer de dónde venimos, dónde estamos hoy, a dónde podemos ir o qué podemos esperar. El recuerdo de Federico Simón Cruz, de uno de muchos que se buscó la vida, persistió y finalmente prosperó, sirve de coartada para revivir las casas, las huertas y los pasos de nuestros abuelos y nuestros padres. Miramos así más allá de nosotros mismos y las perspectivas se ensanchan, nos salva del ensimismamiento del aquí y el ahora, palía el adanismo y el presentismo, nos enriquece cuando conocemos las vidas de otros, en tiempos y espacios tan distintos, como una despensa de enseñanzas, valores y belleza de la que servirnos a placer, como el pan nuestro de emociones y sentimientos.

Vivir se convierte en seguida en el arte de recordar lo que fugazmente conocimos y disfrutamos, pero, casi sin darnos cuenta, ya no está. Recordar, recordar para mantener viva la memoria, de lo que fue, de lo que fueron, de lo que nos es tan valioso y que, en tono sepia, nos hace soñar.