Me suelo administrar con frecuencia -bajo prescripción facultativa del neurólogo infalible que hay en mí- dosis moderadas de fotografías antiguas y de libros de Historia. Mi cuerpo y mi mente no toleran los abusos historiográficos ni las sobredosis de fotos del pasado. Son sustancias que me generan, en contacto con mi conciencia, choques anafilácticos severos, y comprometen mi sistema respiratorio y cardiovascular.

La Historia me parece la más deprimente de las disciplinas, la más desasosegante de las actividades de la inteligencia, porque es un método para constatar que el hombre no tiene mucho remedio. La famosa sentencia del gran George Santayana, acerca de que quien no conoce la historia está condenado a repetirla, siempre me ha parecido de un optimismo sin fundamentos, porque insinúa que quien la conoce puede evitar sus repeticiones; y lo cierto es que la experiencia nos demuestra que el hombre, por mucho que conozca la historia, la repite fatalmente tarde o temprano, como si estuviera sometido a una maldición.

Con la fotografía, ese maravilloso invento demoníaco, me sucede algo similar. Creo que es el arte más fúnebre que el hombre ha inventado, la técnica mortuoria por excelencia. Basta con dejar que pasen unos cuantos años sobre las fotos, para que las imágenes se llenen de muertos, de objetos desaparecidos, de paisajes fantasmagóricos. Ese coche ya no se fabrica, esos caballos ya no trotan por el campo, esas nubes hace ya mucho que dejaron de surcar ese cielo, ese restaurante de la ciudad quebró décadas atrás y en su lugar abrió una sucursal bancaria; los individuos desconocidos que sonríen a la orilla del mar, petrificados, se fueron con su sonrisa quién sabe a dónde, vaya usted a saber cuándo. Esas son las cosas que se me pasan por la cabeza, después de observar durante un rato viejas fotos. Pasar las páginas de un álbum, para mí, no es menos triste que pasear entre tumbas y mausoleos. Una lápida no es una piedra con inscripciones, sino la historia de una vida que nadie puede volver a contarnos. Una foto no es una huella de la luz sobre un papel sensible, sino el anuncio premonitorio de una desaparición.

Me llegan a través de Twitter fotografías antiguas de mi ciudad. Hay barcos de vela latina que pescan, arrastrados por toros, en la playa; fotografías aéreas de una ciudad desaparecida rodeada de huertas; avenidas irreconocibles, sin automóviles; plazas por las que atraviesa un tranvía espectral; pocos transeúntes en las calles principales, con sombreros y bastones; palacios que se derruyeron, murallas demolidas.

Toda esa colección de fotografías me llena de asombro, y también de estupor. Parece como si el urbanismo, por lo general, fuese una disciplina para hacer más feas las ciudades. Se diría que el crecimiento lleva aparejado, de manera inexorable, la destrucción sistemática de la belleza. Hay algo siniestro y cainita en el hecho de castigarnos a nosotros mismos con paisajes sin gracia, sin encanto.

El conocimiento del pasado, a menudo, nos muestra que el hombre suele elegir el ruido en lugar de la música. Y no entendemos por qué.