Lo dice Vargas Llosa sin ambages: Borges es "acaso el más grande escritor que ha dado la lengua española" después de Cervantes y Quevedo. Lo es por la asombrosa precisión de su estilo, por la implacable maquinaria de sus cuentos, por el vértigo metafísico de sus fábulas, por la universalidad de su obra. Pero estas obviedades no le ponen a Vargas una venda en los ojos ante ciertos ángulos incómodos del Borges público (su apoyo a las dictaduras militares argentina y chilena) e incluso ante la abstracta inhumanidad de su imaginación.

Vargas Llosa ha dedicado libros a los novelistas admirados que han sido capaces de urdir mundos complejos: García Márquez, Flaubert, Victor Hugo, Onetti, y al reflexionar sobre las razones de su fascinación por ellos ha expuesto las razones de su propio oficio de recreador de la realidad. Este Medio siglo con Borges no pertenece a esa serie de ensayos-homenaje porque no ha sido concebido como libro orgánico y porque Borges no solo no escribió ninguna novela sino que menospreció el género, un desdén por el que Vargas le pregunta en una de las dos entrevistas que se reúnen aquí. Completan el volumen dos excelentes ensayos sobre las ficciones de Borges y sobre su controvertida relación con la política. El lapso que abarca el conjunto va de 1964 al 2014 y ofrece la evolución de la lectura que Vargas ha ido haciendo de Borges, desde la tímida veneración inicial hasta el análisis que equilibra celebración con crítica.

En la primera entrevista, Vargas acababa de publicar La ciudad y los perros y Borges empezaba a disfrutar de la notoriedad internacional. En la segunda, que es la joya del libro, Vargas es ya autor de La guerra del fin del mundo, visita a Borges en su modesto apartamento de Buenos Aires, admite que le desconciertan sus opiniones políticas y lo llama "escritor genial, viejo tramposo". Ni se cree su aparatosa modestia ni sale de su asombro ante la austeridad del pisito porteño, fiel reflejo del desprecio que siempre sintió Borges por los bienes materiales. Tanto insistió Vargas en la extrema humildad del piso que cuando preguntaron a Borges, tras la entrevista, qué tal le había ido con Vargas Llosa, contestó que bien, aunque más que escritor le había parecido un agente inmobiliario empeñado en venderle un apartamento más grande.

Este tipo de chanzas eran habituales del otro Borges que desde los 60, ya ciego, aceptó los papeles de conferenciante erudito y de entrevistado mordaz e imprevisible. Era el que prefería no recordar sus años de escritor nacionalista (en El tamaño de mi esperanza, por ejemplo), él que luego aborreció de todo nacionalismo; era el que desdeñaba su activismo vanguardista (pese a haber trasplantado el Ultraísmo a Buenos Aires); era, en fin, el que abogaba por un estilo sobrio y se resignaba a escribir en español (aun cuando su idioma se había forjado con el barroquismo de Quevedo o Torres Villarroel).

A Vargas Llosa no se le escamotean los diversos Borges, pero sabe discernir entre la genialidad avasalladora del escritor y las inconstancias y debilidades del hombre.