Viejas historias arrastran otras. Las de los autocines, de los que ahora se habla como alternativa a las salas cerradas, me traen el recuerdo de Vincent Price, aquel actor de Misuri que se especializó en papeles espeluznantes y macabros en películas de bajo presupuesto, con un refinamiento superior al del cualquier otro. No quiero ser el único en acordarme de Price. Nadie recitó El Cuervo como él. Si Edgar Allan Poe hubiera podido elegir el rapsoda de su poema más famoso no lo habría dudado. Quoth the Raven "Nevermore."

¿Y qué pasa con los autocines? Cuando Price ya formaba parte de la realeza de Hollywood me familiaricé con su incomparable voz en las sesiones nocturnas de los drive-in movies en Estados Unidos, a los que llegabas siempre acompañado, estacionabas, te abastecías en el bar cafetería, y reincorporabas a la película cuando ya estaba empezada. Apenas importaba. No era una cuestión de cinéfilos, aquello consistía en otra cosa muy distinta. En el espectáculo de las noches de verano más estrelladas, las grandes pantallas al aire libre solían llenarlas Sean Connery haciendo de James Bond y el irrepetible Price, al que la historia gastronómica también le reserva un lugar por distintos motivos.

Ávido coleccionista de arte, descendiente del primer inglés que nació en el Nuevo Mundo y educado en la Ivy League, no se sorprendan si les digo que en Vincent Price podría recaer también el honor de ser el primer foodie, si es que este tipo de inquietud puede merecer tal consideración. En 1965, el actor experto en arte y comida, escribió junto con su esposa, la diseñadora Mary Grant, A Treasure of Great Recipes, un libro de cocina con platos y reseñas de restaurantes de Estados Unidos, Francia, España, Italia, Inglaterra, Holanda, Escandinavia y México. Entre los establecimientos españoles que figuran en las páginas están los madrileños Sobrino de Botín, Jockey y Horcher, además de los restaurantes del Ritz y del Palace. La mayoría son americanos, clásicos actuales o desaparecidos: Sardi's, Le Pavillon o Lüchow's, en Nueva York; Antoine's, en Nueva Orleans, o el Whitehall Club, de Chicago. Pero también señorea la aristocracia europea de otro tiempo: el Boulestin, de Londres; los parisinos Tour d'Argent y Lasserre, o Casina Valadier, el salón romano de Villa Borghese.

En su repaso, los Price incluyen la descripción de los interiores y lo que comieron en sus visitas. Muchas de las entradas van acompañadas de fotos del restaurante, de un plato destacado o la copia del menú, además de la receta elegida. Los autores comentan por qué la han escogido y cómo cocinar el plato adaptándolo al gusto de los americanos.

El libro, con una encuadernación acolchada, acabó convirtiéndose en una pieza de coleccionista; hace un lustro con motivo del 50.º aniversario de su publicación volvió a ver la luz gracias a Victoria, la hija de los Price, y con un prefacio escrito por el chef de origen austriaco Wolfgang Puck. Además de la historia y las especialidades de los restaurantes visitados, se incluyen las elaboraciones culinarias del matrimonio. La pareja traía de sus viajes un caudal de conocimiento que más tarde compartía generosamente con los amigos en las cenas puntillosamente organizadas de su casa de Beverly Hills. Podría decirse que fue la élite de Hollywood, que disfrutaba con aquellas veladas, la que los animó a escribir.

Aunque en el ánimo de Vincent Price siempre anidó la divulgación gastronómica, que ya estaba en sus raíces. Comenzó a cultivarla su abuelo, el doctor Vincent Clarence Price, más conocido por VC, un tipo de lo más inquieto que mientras estaba en la escuela de medicina se decidió a experimentar con la levadura en polvo para aligerar las especialidades de repostería que su madre no podía comer por problemas de digestión. Empezando por las propias galletas que fabricaba.

Fruto de su inquietud investigadora y de la devoción materna, VC logró en 1852 la primera crema de polvo para hornear sustituyendo a la levadura. Su madre, gracias a ello, pudo por fin disfrutar de sus biscuits. Pero el abuelo creía que otros prójimos también podrían beneficiarse. De ese modo fundó Dr. Price's Baking Powder y siguió ejerciendo la medicina mientras comercializaba el producto entre los cocineros neoyorquinos. Luego extendió el negocio a Illinois, se asoció y terminó mudándose al Medio Oeste. En 1891, en pleno auge empresarial, vendería su participación por 1,5 millones de dólares, una auténtica barbaridad de dinero: el equivalente a 38 millones de los actuales.

El éxito personal no decayó. Como autor de libros de cocina se ganó el apodo de "el mejor amigo de las amas de casa". La fortuna obtenida por VC permitió a sus hijos y nietos vidas muy desahogadas, sin embargo, ya estaba inoculada en los Price una ética del trabajo que llevaría al padre del actor a fundar la National Candy Company, con sede en San Luis, una de las compañías de dulces más grandes de Estados Unidos. El pequeño Vincent nacería un par de semanas antes de que su padre presidiera una conferencia nacional del sector y en ella recibió, según parece, el apodo de "candy kid", el niño dulce. Algo que no deja de ser chocante tratándose del mismo Price de la ceja arqueada que años más tarde protagonizaría el inquietante rap de Thriller, de Michael Jackson, o el educador de Eduardo Manostijeras, en la película de Tim Burton.