La escritora gastronómica Bee Wilson, en una de sus interesantes observaciones, explica que la vista impertinente llama la atención sobre el hecho indecoroso de la función corporal de comer: al igual que los animales, estamos atrapados por el hambre pero hacemos todo lo posible para disfrazarla con una conversación civilizada, recurriendo a los menús de una carta o utilizando cuchillos, cucharas y tenedores, en la mesa. También podríamos sospechar que la persona que nos mira fijamente anhela la comida de nuestro plato y ello supone una intromisión intolerable de la privacidad. El tabú, en cualquier caso, es antiguo. En 1530, Erasmo de Rotterdam escribió que era "de mala educación dejar que los ojos deambularan observando lo que come cada persona". Incluso ahora, a pesar de todo el instagraming que nos rodea, resulta invasivo que alguien observe demasiado de cerca mientras masticamos y tragamos, escribe Wilson.

No nos gusta que nos miren pero, en cambio, nos agrada mirar. De no ser así no consumiríamos tantos docudramas televisivos de gastronomadas dispuestos a comer cualquier cosa, como aquellos del tristemente desaparecido Anthony Bourdain. Algunas veces comemos sin compañía y ver a otros hacerlo nos libra del aguijón de la soledad. Otras, necesitamos libros con poderosas imágenes de la comida, puede ser una única toma precisa de un mismo plato.

Siempre me vienen a la cabeza las secuencias de El festín de Babette, el estupendo relato de Karen Blixen; la comestible descripción que Lampedusa hizo del timballo di maccheroni en El Gatopardo, y una larga pero sustanciosa de Carlo Emilio Gadda que era, además, un buen cocinero, del rissotto alla milanesa en Il gatto selvatico, la revista del grupo de hidrocarburos ENI, empresa de Enrico Mattei, que contó siempre con aportaciones de importantes escritores como Leonardo Sciascia, Natalia Ginzburg y Primo Levi.

Merece la pena reproducirla: "La cacerola, mantenida al fuego por el mango con la mano izquierda, usando un protector de fieltro para sostenerla, recibe cascos o trozos mínimos de cebolla tierna y un cuarto de cucharón de caldo, preferiblemente casero y de ternera, y mantequilla lodigiana de primera. Mantequilla, quantum prodest, sabido el número de comensales. Al empezarse a freír este módico aporte mantequilla-cebollesco, se irá echando el arroz en pequeñas y reiteradas porciones hasta alcanzar un total de dos o tres puñados por persona, según el apetito previsible de los comensales. El caldo no dará inicio, por sí solo, a la cocción del arroz: la cuchara revolvedora (de madera) tendrá un importante papel, el de revolver y revolver. Los granos se deben casi dorar y, por momentos, endurecer contra el fondo estañado, ardiente, en esta fase del ritual, manteniendo cada uno la propia personalidad: sin empastarse y sin formar grumos. Mantequilla quantum sufficit, no más, por favor. Pero no se debe empozar o formar un caldo pringoso. Debe untar cada grano, no anegarlo. El arroz se debe endurecer, ya lo dije, en el fondo estañado. Luego, poco a poco, se infla y cocina a medida que se le va agregando el caldo, en lo que se debe ser cauto. Agréguese poco caldo cada vez, comenzando con dos medias cucharadas, tomadas de una olla marginal que se debe tener lista.

En ella se habrá disuelto el azafrán en polvo, vivaz, incomparable estimulante gástrico venido de los pistilos disecados y previamente molidos de la flor. Para ocho personas, dos cucharaditas cafeteras. El caldo debidamente azafranado tendrá que tomar un color amarillo mandarina: lo que hará que el risotto con cocción perfecta, veinte, veintidós minutos, resulte de un color amarillo-naranja". Deslumbrante definición de la comida.

Cuando Herman Melville describe el tazón de sopa perfecto del clam chowder en Moby Dick es como si estuviera comiéndoselo: "Estaba hecho de pequeñas almejas jugosas, apenas más grandes que las avellanas, mezclado con galletas de barco machacadas y carne de cerdo salada cortada en pequeños copos; todo enriquecido con mantequilla y sazonado abundantemente con pimienta y sal". Casi puedes masticar esa sopa espesa de galletas mientras lo lees.

Nada es indigesto en las grandes descripciones literarias de la comida, ni siquiera el gran desayuno con casquería del Ulises, de James Joyce. "El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa".

El cosquilleo que produce leer sobre otros comiendo proviene de esa tentación voyeurista de observar cómo vive la otra mitad. Ese apego literario a la emoción que siente Madame Bovary mientras saborea la frialdad del trago de champán en la boca, o al esplendor del banquete de Trimalción, en el Satyricon, de Petronio, proceden sencillamente, aunque no lo parezca, de ver cómo los platos circulan camino de otras mesas en un restaurante, o de curiosear en el refrigerador ajeno o la cesta de la compra de otra persona. Conviene dar gracias a esas ventanas indiscretas ahora que el confinamiento solo nos permite, casi exclusivamente, fisgar en nuestros interiores.