Encuentro mucha ternura en la palabra electrodoméstico y en el universo que nombre. En primer lugar, porque la electricidad -así, considerada en sí misma, como un fenómeno aislado- parece un asunto muy antiguo. La electricidad es un milagro del alumbrado público, de los teléfonos con marcador de rueda y los tocadiscos, de los remotos contadores de la luz con plomos de cobre que había que cambiar a mano cuando se fundían. En la era de lo digital, la electricidad, aunque siga existiendo, parece haber dejado de existir; de ahí que para mí lo eléctrico puro sea tan misterioso como la luz de gas. A veces creo que mi electricidad bien entendida murió el día en que Thomas Alva Edison inventó la bombilla incandescente.

Por otro lado, lo doméstico es el agua bendita en el que mejor se encuentra el pez de mi temperamento. Hay pocos inventos humanos como la domesticidad, que consiste en una creación cultural imprescindible, como el amor romántico, o la música de cámara, o la pintura al óleo. Una creación que, probablemente, nació el día en que un homo sapiens, tumbado en el suelo de su cueva, sobre una piel de mamut, se desperezó ante la hoguera, miró hacia el exterior y decidió quedarse en casa, para pensar en sus cosas, en vez de salir por la gélida estepa en busca de un bisonte lechal que capturar. Lo doméstico no es el confort -aunque el confort es un ingrediente psicológico fundamental de lo doméstico-, sino que consiste en un estado del espíritu que nos hace comprender que no se nos ha perdido nada en la calle, y que lo mejor de la vida sucede entre cuatro paredes, en zapatillas, con un libro en la mano, o de cena, o charlando sobre nada en concreto con un buen interlocutor.

Mis electrodomésticos favoritos pertenecen al sector llamado "pequeño electrodoméstico". Las neveras y las lavadoras son grandes inventos de la inteligencia, pero suelo tener más afinidad física y filosófica con las sandwicheras, con las cafeteras, con los calefactores de aire para el baño, con los secadores de pelo, con las batidoras. Los pequeños electrodomésticos pertenecen al ámbito del detalle, de lo breve (como los aforismos, pongamos por caso), mientras que los grandes electrodomésticos nos trasladan al reino de los grandes sistemas del pensamiento. Las neveras americanas de dos puertas tienen algo de catedral renacentista, de abstrusa e impenetrable invención teológica.

En mis desvaríos domésticos, inventó pequeños artilugios electrónicos de carácter literario. Por ejemplo, la plancha de prosa, con la posibilidad de utilizar un sistema de vapor, que serviría para dar las últimas correcciones a los textos, para quitar arrugas sintácticas. O la tostadora lírica, para introducir poemas durante unos cuantos segundos, y pulirlos así de ñoñerías sentimentaloides mediante la aplicación del calor. O la licuadora ensayística, para la elaboración de zumos conceptuales, gracias a la mezcla de un poco de esto y un poco de aquello, su pizca de Hegel y su pulpa de Aristóteles, su ralladura de Kierkegaard y sus pellizcos de Sartre.

Hay que procurar hacerle la vida más fácil al pobre escritor español.