Aprovechando que ayer se celebró la onomástica de San Jorge, patrón de caballeros andantes y libreros, que el genio de Cervantes unió de forma perenne en su texto universal, me gustaría reflexionar sobre una de las obras más espectaculares que Peter Paul Rubens creó entorno al mito de este oficial romano. Se trata del lienzo de San Jorge y el dragón que alberga el Museo del Prado. Es una pintura que realizó durante los años que el artista pasó en Italia (1600-1608), y de la que no se desprendió nunca. Fue tras su muerte, en 1640, cuando el rey Felipe IV la adquiere, pasando a formar parte de las colecciones reales hasta su traspaso al museo Real de pintura del Prado en 1834.

La leyenda cuenta cómo san Jorge salva una ciudad aterrorizada por un dragón dándole muerte, justo en el momento en que el animal se disponía a devorar a la hija del rey local. Los referentes clásicos de la historia están en el mito de Perseo y Andrómeda, que la tradición asume como la idea del hombre justo defendiendo al débil. San Jorge se convierte así en el perfecto caballero, el que no sigue su camino mirando hacia otro lado, no huye de su destino sino que se enfrenta a él. Un ideal, por cierto, presente en El Quijote de Cervantes, y que, no sé si por casualidad o causalidad, se dan cita cada 23 de abril.

El hecho de que Rubens haya mantenido este lienzo de más de tres metro de alto entre sus colecciones es significativo del especial aprecio y significación que la pieza debía tener para el artista. Todo lo ocupa el jinete sobre su montura, con la espada en alto dispuesto a dar la estocada final al dragón malherido del primer plano, y la torsión del caballo en corbeta. Rubens nos ha dejado en suspenso ante el final inminente de la acción. El sentido dinámico que logra el artista con este momento inacabado trasciende el plano para implicarnos emocionalmente en la escena. Incluso las nubes tormentosas de la derecha inciden en ese momento dramático. Sólo la joven en el segundo plano a la izquierda permanece estática, acogiendo al cordero que se le acerca buscando refugio. Ella y nosotros estamos en el mismo plano. Esperando a que el caballero nos libere, a que el hombre de acción termine la labor.

No es extraño que Rubens, en cierto modo, se haya visto reflejado en la figura de San Jorge. Su biografía nos da cuenta de un hombre culto, refinado, con dominio de varios idiomas, que supo moverse por las cortes europeas al más alto nivel, llegando a realizar delicadas tareas diplomáticas. Así lo envió el duque de Mantua en 1603 a tratar con la corte de Felipe III y, posteriormente, los archiduques Isabel Clara-Eugenia y Alberto desde la corte de Bruselas a Inglaterra primero y luego a Madrid, en 1628, para concertar el denominado "asunto inglés", por el cual la monarquía hispánica buscaría su aliado en Inglaterra y no en Francia, como posteriormente ocurrió.

Rubens por tanto, al igual que san Jorge, es también un hombre de acciones. Un posicionamiento vital que el artista asume durante su estancia en Italia. Acaba de ver el fresco perdido de la Batalla de Anghiari de Leonardo del palazzo Vechio de Florencia del que hace un dibujo en 1603 (Museo del Louvre), la versión de Rafael del mismo tema en posesión de los Sforza y que ahora está también en el museo parisino, y está impregnado de la tradición clásica que desborda toda la península itálica.

Rubens idea un san Jorge que desborda la escena. Es la representación del perfecto caballero, el ideal del miles christi. El defensor de la fe, de los débiles, de la Justicia frente a todos aquellos que atacaban los valores más intrínsecos de la Europa del siglo XVII. Las guerras internas, la Reforma protestante, el empuje del "turco" en el Mediterráneo, llevan a un hombre de una gran formación y capacidad de observación e inteligencia a crear una obra atemporal. Un referente para él, y una obra representativa del Barroco europeo como ninguna.