Vivimos tiempos distópicos, tiempos de inquietud, de confusión, de dolor y de impotencia que nos inducen a plantearnos algunas reflexiones acerca del futuro que nos aguarda a los más de siete mil millones de seres humanos que poblamos actualmente el planeta ante nuevos riesgos de pandemias que pudieran sobrevenirnos tras la salida -esperemos que muy próxima- de esta prolongada crisis global, que ya lleva ocho largas y fatigosas semanas fustigando nuestra precaria existencia. Y esta vez no somos meros espectadores de una ficción cinematográfica engendrada por el ilusorio mundo de Hollywood, ni simples lectores de una fábula literaria urdida por el talento de Stanislav Lem, Ray Bradbury o Philip K. Dick, sino coprotagonistas en toda regla de un relato real, sin trampa ni cartón, que va dejando a su paso un rastro inapelable de muerte, pesadumbre y desolación, al tiempo que está contribuyendo a minar peligrosamente la moral colectiva frente a un desafío vital de dimensiones incalculables.

Aunque insólito, el escenario inhóspito que ofrecen actualmente las calles de numerosas ciudades del mundo tras la presencia irruptiva del COVID-19 y que de algún modo está poniendo a prueba la categoría política y la inteligencia emocional de nuestros gobernantes ante un pánico social fuertemente arraigado en el ámbito de la ciudadanía, ha formado parte de nuestro imaginario colectivo gracias, principalmente, al cine y a la literatura a lo largo de las últimas cinco décadas como la expresión extrema de un temor atávico ante la temible hipótesis de que nuestra civilización, tal y como la habíamos concebido hasta ahora, podría sufrir una drástica e incierta transformación. Una sensación de déjà vu que nos desplaza a una época de intensas divisiones políticas, alimentadas por el cruce de tensiones entre los dos grandes bloques que hasta no hace demasiado tiempo dividían el mapa geoestratégico del planeta, deslizando veladas diatribas contra la amenaza de hipotéticas guerras biológicas o ante el riesgo de sufrir un cataclismo nuclear de incalculables proporciones. Todo, hasta ahora, lo veíamos a través del prisma de la ficción, a una distancia que nos permitía contemplar las situaciones más extremas desde la zona de confort que te facilita el hecho de ver la realidad desde una cómoda butaca.

Para los más descreídos tan catastróficas predicciones solo constituían el reflejo de la febril imaginación de legiones de escritores, guionistas y cineastas que cabalgaban a lomos de una moda que crecía y crecía exponencialmente en el seno de una industria cultural robustecida por la contundencia de la respuesta popular, aunque en el ámbito de la sociología representara todo un síntoma de la profunda inestabilidad moral de un mundo que no acababa de asumir las duras lecciones que se desprenden de su turbio y cruento pasado. Sea como fuere, lo cierto es que la humanidad se enfrenta hoy a los retos más imprevisibles con la certeza de que existen, y que seguirán existiendo en el futuro, sobradas razones para debilitar aún más los principios éticos que hacen posible el libre ejercicio de la convivencia en el seno de un conflicto que, para bien o para mal, ya no conoce fronteras.

De ahí que el referido escenario no nos resulte del todo ajeno, especialmente a quienes, desde nuestra más temprana juventud, matábamos el hastío al que nos sometía día tras día la dictadura franquista devorando centenares de novelas y de producciones cinematográficas de claros tintes distópicos que presagiaban, en la mayoría de los casos, un porvenir inquietante para la supervivencia de nuestra civilización, introduciéndonos, al propio tiempo, en debates transversales sobre la posibilidad, no tan remota, de que estemos asistiendo al final de un relato y al comienzo de un nuevo ciclo vital donde surgirán estándares de comportamiento muy alejados a los que hemos conocido hasta ahora.

Pues bien, tras un prolongado y fecundo periodo dominado por los más lúgubres augurios sobre nuestro futuro, el cine, especialmente el estadounidense, fue espaciando cada vez más la producción de películas del género hasta que, guiado por la inminencia del nuevo milenio, sus avezados ejecutivos vuelven a la carga desempolvando viejos proyectos orientados hacia un mismo fin: excitar el morbo del espectador ante la posibilidad de que nuestro mundo se viera enfrentado a un destino tan inquietante. En este sentido, películas como Doce monos ( Twelve Monkeys, 1995), Terry Gilliam, y Días extraños ( Strange Days, 1995), de Kathryn Bigelow, constituyen quizás la primera y más contundente ofensiva desplegada por las compañías punteras de Hollywood, a mediados de la década de los noventa. La primera, inspirada en La Jetée, un excelente mediometraje dirigido en 1963 por el realizador francés Chris Marker, nos sitúa en 2035, año en el que la especie humana ha sido virtualmente arrasada por un extraño cataclismo y los pocos supervivientes se refugian en un hábitat subterráneo hábilmente habilitado por un Gobierno de científicos. El único procedimiento para librar a la humanidad de este inexplicable cautiverio es enviar a un explorador que investigue en el pasado el origen de una catástrofe humanitaria sin precedentes.

Cole (Bruce Willis), un presidiario obsesionado por sus propios recuerdos, es el hombre elegido para realizar las pesquisas que, previsiblemente, le conducirán a descubrir la verdad. Pero en el curso de la investigación surge el rastro de un enigmático grupo que responde al nombre de El Ejército de los 12 monos entre cuyas actividades criminales se halla la clave que explica todo el misterio: un virus de mortífera eficacia que ha ido pasando de mano en mano como el único símbolo de poder sobre la Tierra.

Aunque como ya viene siendo habitual en el cine del veterano ex miembro de Monty Python, la abigarrada y mugrienta atmósfera que cubre la película acaba ensombreciéndolo todo, dibujando un escenario de dimensiones apocalípticas; no hay razón para desconfiar de las nobles intenciones del director inglés a la hora de especular sobre el turbio panorama que nos espera si el virus causante de la hecatombe pasara a manos de gobernantes sin escrúpulos. Un mensaje de advertencia sobre la tentación de convertir una situación compleja en un banco de pruebas para la implementación de un sistema de gobierno de claros tintes totalitarios.

Días extraños, en cambio, se alimenta de una trama en la que la especulación solo se anticipa tres años a la fecha real en la que se produjo el filme. En diciembre de 1999, a menos de veinticuatro horas de la entrada del nuevo siglo, la ciudad de Los Ángeles ha perdido su tradicional luminosidad presa de un caos incontrolable provocado por un germen informático y en donde no existe otro pasatiempo que buscar experiencias personales cada vez más arriesgadas y excitantes. Mientras tanto, Lenny (Ralph Phiennes), un ex agente de la Brigada Antivicio de muy dudosa tachadura moral, comercia con unos artefactos la mar de sofisticados que al ser activados reproducen en quien los maneja sensaciones vividas previamente por otros individuos.

A medio camino entre el thriller policíaco y el relato de anticipación, pero sin ocultar en ningún momento su capacidad para penetrar inteligentemente en ambos registros, Días extraños nos introduce en los procelosos dominios de la realidad virtual alertándonos del peligro que entraña su instrumentalización si los medios para conjurarla cayeran en las manos menos adecuadas. Un indeseado escenario en el que todos viviríamos bajo la tiranía de un nuevo orden mundial en el que nada podría escapar al rígido control de una nueva élite política carente del menor escrúpulo democrático.

El peligro de los contagios incontrolados en las grandes metrópolis se convierte también en el tema troncal de Pánico en las calles ( Panic in the Streets, 1950), del director greconorteamericano Elia Kazan, a partir de la historia original de Edna y Edward Anhalt, trabajo que les permitió a ambos escritores alzarse ese año con el Oscar al Mejor Argumento. Kazan, quien algún tiempo después testificaría ante el funesto Comité de Actividades Antinorteamericanas del senador McCarthy como presunto simpatizante del Partido Comunista, desplaza sus cámaras a los barrios marginales de Nueva Orleans para filmar en toda su sordidez la historia de una banda de asesinos implicada en un turbio asunto en el curso de cuya investigación se detecta un caso de contaminación por la peste negra que pondrá en estado de alerta máxima a las autoridades de la ciudad.

El prolífico cineasta estadounidense Steven Soderbergh, autor de cult movies del calado de Sexo, mentiras y cintas de vídeo ( Sex, Lies and Videotape, 1989), Erin Brockovich (Erin Brockovich, 2000) o Che, el argentino ( Che, 2008), dirige en 2011 Contagio ( Contagion), un electrizante drama sobre los efectos demoledores de un virus desconocido que se ceba sobre millares de pacientes en los centros urbanos más poblados del planeta. La película, provista de un lujoso elenco encabezado por Matt Damon, Laurence Fishburne, Marion Cotillard, Kate Winslet y Gwyneth Paltrow, posee la insólita virtud de eludir cualquier concesión al sensacionalismo, razón que explica el admirable equilibrio que se establece a lo largo de todo el filme entre el drama sobrecogedor de decenas de contagiados y la compleja trama político científica que se teje a su alrededor. Se trata, en mi modesta opinión, de la mejor película sobre epidemias que se haya filmado jamás.

El experimento del Dr. Quatermass ( The Quatermass Experiment, 1955), de Val Guest, uno de los filmes totémicos de la Hammer, el mítico estudio británico que aportó una mirada innovadora al cine de terror y de ciencia ficción durante la década de los años cincuenta y sesenta, también ofrece una curiosa reflexión, aunque en clave fantástica, sobre los riesgos que encierra el invasivo universo de los microorganismos entre quienes, amparados por el conocimiento científico, no dudan en aceptar el desafío con todas sus consecuencias. La historia, escrita por Richard H. Landau y el propio Guest, describe las trágicas peripecias de un astronauta que regresa a la Tierra contagiado por un extraño virus que acabará transformándolo en una masa informe digna de figurar en el singular bestiario que ilustra gran parte de la literatura de Lovecraft.

La invasión de los ladrones de cuerpos ( Invasion of the Body Snatcher, 1956), de Don Siegel, y La invasión de los ultracuerpos ( Invasion of the Body Snatchers, 1978), de Philip Kaufman, inspiradas ambas en la popular novela homónima de Jack Finney, nos sumergen en un relato perturbador sobre las andanzas de unos microorganismos en forma de vainas que inundan la ciudad de San Francisco con un único objetivo: suplantar los cuerpos y el cerebro de los ciudadanos con réplicas exactas extraídas del interior de las larvas. Inevitablemente, la versión primitiva, producida en plena Guerra Fría, fue interpretada por la crítica como un feroz alegato anticomunista, lo cual no fue óbice para que se convirtiera en uno de los grandes filmes canónicos del género. La de Kaufman, sin embargo, no disfrutó tanto de las mieles del éxito, a pesar de que el retrato que muestra de la pandemia destila tanto vigor visual -y en algunos momentos bastante más- que la de Siegel.

En 1995 el realizador alemán Wolfgang Petersen, responsable de trabajos tan solventes como El submarino ( Das Boot, 1981), En la línea de fuego ( In the Line of Fire, 1993) o La tormenta perfecta ( The Perfect Storm, 2000), renueva su amplio crédito profesional en la industria estadounidense con Estallido ( Outbreak), un thriller epidémico protagonizado por Dustin Hoffman, René Russo, Morgan Freeman, Kevin Spacey y Donald Sutherland cuyo máximo acierto reside en la claridad expositiva con la que describe el origen y propagación de una epidemia generada por un virus letal que porta un pequeño simio procedente de Zaire, tras una espectacular operación de descontaminación desarrollada por el Ejército norteamericano en una amplia zona infectada de aquel remoto país africano.

El empeño del alto mando por ocultar el suceso para evitar cualquier tipo de alarma provoca un tenso e inevitable enfrentamiento con las autoridades sanitarias, situación que pondrá en evidencia las verdaderas razones que obligan a los responsables militares a silenciar a toda costa el auténtico alcance de una pandemia que se extiende peligrosamente por el territorio nacional.

El gran Robert Wise también visitó el género con su memorable La amenaza de Andrómeda ( Andromeda Strain, 1971), otro título canónico del Hollywood de los setenta que no obstante empieza ya a mostrar los efectos del inexorable paso del tiempo, sobre todo en el plano formal.

Inspirada en la novela homónima de Michael Crichton, otra autoridad en el género, Wise pone el foco en la aparición en una remota aldea de Nuevo México de los restos de un satélite artificial y sobre el rosario de cadáveres que provoca la aparición de la nave entre los habitantes del lugar gracias a un mortífero microbio que transportaba en su interior. El peligro no cesará hasta que el equipo de científicos encargado de la investigación no descubra la estructura molecular que les permita eliminar del virus.

También cabría incluir en este escueto memorándum, aunque en un aparta muy específico, obras de la clarividencia y el vigor de Tren a Busan ( Train to Busan, 2017), del coreano Yeon Sang-ho; Guerra mundial Z ( World War Z, 2013), de Marc Forster; Virus ( Ganigi 2013), del también coreano Kim Sung-su y, por encima de todas La noche de los muertos vivientes ( Night of the Living Dead, 1968), el celebrado debut como director de George Romero, el supremo maestro de este inagotable subgénero.

A ciegas ( Blindness, 2008), del brasileño Alberto Meirelles, basada en la turbadora novela de José Saramago Ensayo sobre la ceguera, participa del mismo coraje que Petersen a la hora de mostrarnos sin fisuras el curso que toma una extraña y desasosegante epidemia que provoca entre los infectados una ceguera irreversible. Potentísima metáfora sobre un mundo en decadencia obsesionado por mirar solo hacia el lado más superfluo de la vida mientras cierra cualquier puerta de acceso al universo de las emociones. Julianne Moore, Mark Ruffalo, Dany Glober y Gael García Bernal encabezan el elenco de este majestuoso ejercicio de introspección poética que inauguró el Festival de Cannes y que se hizo, merecidamente, con el Premio del Público en Sitges.

No tendría excusa concluir este breve recorrido por el cine sobre epidemias bacteriológicas si no incluyéramos la triada de filmes integrada por la coproducción italoestadounidense El último hombre sobre la Tierra ( The Last Man on Earth, 1964), de Ubaldo Ragona y Sidney Salkow; El último hombre vivo ( The Omega Man, 1971), de Boris Sagal, y Soy leyenda ( I Am a Legend, 2007), de Francis Lawrence. A pesar de sus constatables diferencias en cuanto a calidad y concepto, todas comparten entre sí un mismo texto de partida: la mítica novela de Richard Matheson Soy leyenda, una de las obras literarias más sobresalientes y visionarias de la segunda mitad del siglo XX cuyas innumerables reediciones la sitúan entre los principales libros de referencia de un género del que el propio Matheson se convirtió en uno de sus máximos valedores a partir de entonces.

Además de ser la más respetuosa con la novela original, la primera de las versiones tiene el valor añadido de contar como cabeza de reparto con Vincent Price, una de las grandes figuras de la historia del fantastique y el actor que mejor moldeó la imagen del solitario héroe creado por el popular escritor neoyorquino en su mítico libro. Las otras dos películas, aunque provistas de un mayor despliegue de medios técnicos, tanto la protagonizada por el mítico Charlton Heston como la de Will Smith, constituyen, a su lado, un pálido remedo del texto original.