¿Cómo están de ánimos?

Nuestra realidad cotidiana y doméstica es buena, pero el pensamiento no se queda en tu burbuja. Vivo al lado del Gregorio Marañon, que ha sido un hospital importantísimo en mi vida porque, entre otras cosas, ahí estuvo ingresado mi padre sus últimos días. Conozco a sus médicos, a gente que ha estado ingresada y a gente que ha muerto allí y, claro, por la noche te cuesta conciliar el sueño. En fin, estoy como todos. No quiero destacarme.

¿Pero es bueno hablar de lo que se siente? Expresar el miedo.

El lunes tuve un encuentro virtual con los lectores y alguien me preguntó precisamente que cómo gestionaba el miedo. Y yo contesté que no pasa nada por confesar tu angustia. Al principio del encierro mirabas las redes y esto parecía una fiesta de hiperactividad, como si nuestra mente no se hubiera parado a pensar. Diez días después estamos en pleno bajón, porque ahora se percibe claramente que esto va a ser largo y porque ya muchos empiezan a estar mal sabiendo que no van tener trabajo cuando todo esto acabe. Así que, claro que me cuesta tener aquel optimismo banal.

Lo curioso es que este es un libro doméstico, un retrato familiar que obligatoriamente se va a leer en casa paralelamente a la crisis del coronavirus

No sé cómo se leería el libro en una situación normal, pero el caso es que hay mucha gente que me dice haberse sentido arropada por él. Porque se vendió bastante antes de que las librerías cerraran y también está la edición digital. El libro empieza con mi padre aferrado al respirador en el hospital y termina con su despedida en el 2013, algo que desgraciadamente cobra un significado especial en estos días, cuando tanta gente se está yendo sin poder coger la mano de un ser querido.

¿Escribió este libro para comprender a sus padres?

Yo no tuve problemas de cariño o de distancia emocional con mis padres. No comprendía bien sus actitudes porque estaba la brecha generacional. Pero también hubo vaivenes vitales a los que se vieron sometidos y que me acabaron afectando. Lo que he intentado es observarlos como si no fueran mis padres. Tratando de entender sus actitudes, que a mí me dejaban fuera de juego.

¿Ayudó pensar en la infancia dickensiana de su padre yéndose a Madrid solo, con 9 años, a casa de una tía que lo maltrató y a quien él llamaba la Bestia?

Eso fue fundamental. Yo necesitaba escuchar bien esa historia que él me había contado tantas veces para comprender su comportamiento.

Su madre, por el contrario, queda un tanto desdibujada.

Lo que ocurre es que ella murió pronto y era muy reservada y melancólica. Eran muy distintos. Mi padre era un huracán y ella, una brisa. Murió en 1978 y mi gran frustración es que no pudiera vivir aquella época de descubrimiento crucial para las mujeres en la que podría haberse mostrado más a sí misma.

¿Cree que a Manuel Lindo le habría gustado el libro?

Quizá se habría quedado un tanto descolocado de haberlo leído porque hay momentos difíciles de su vida que están ahí. Y porque no me he ahorrado las contradicciones y las sombras. Pero si alguien tiene protagonismo en el libro ese es él y él, que era vanidoso, se habría sentido compensado.

Con los padres suele pasar que las cosas que no nos gustaban mucho en ellos acabamos por descubrirlas en nosotros mismos. ¿Le ha ocurrido?

Sí, muchísimo. Reconozco en mí rasgos del carácter de mi padre que yo, que soy más crítica conmigo misma y me analizo más, intento mantener a raya. Puedo ser tan iracunda y bocazas como él, pero con los años he conseguido reprimirme porque sé que me voy a arrepentir.