Me acabo de enterar del fallecimiento de Aralda Rodríguez -presidenta de la Asociación de la Memoria Histórica de La Palma-, víctima de una complicación provocada por el (siento disentir de la RAE al utilizar el masculino) coronavirus. La conocí en unas Jornadas sobre la Memoria Histórica que organizó el Cabildo de La Gomera -creo recordar que fue allá por 2005-. Allí coincidimos Pino y Balbina Sosa, de la Asociación de la Memoria Histórica de Arucas, así como otras personas vinculadas a la búsqueda y recuperación de los desaparecidos a causa de la represión franquista en Canarias. Y supe de su historia, la de la desaparición-asesinato de su padre y su tío, Segundo y Aniceto Rodríguez Pérez, respectivamente, en los terribles tiempos en los que la furia homicida arreciaba en La Palma.

Contar la historia de lo que ocurrió durante la guerra civil en Canarias es un imperativo moral que me tiene ocupado en estos días aciagos y tristes por los que pasa nuestra tierra, pero no es el caso ahora porque hay que hablar de alguien -como muchas mujeres canarias- que se ocupó hasta el fin de su vida no solo de localizar los restos de los suyos, sino los de todos aquellos que reposan en algún lugar desconocido. Como Pino y Balbina, como Mercedes Pérez Schwartz, como muchas mujeres y hombres que han dado un paso al frente, esa era Aralda, movida por una pulsión solidaria y empática, que asume el sufrimiento de los demás y lo convierte en uno colectivo que cristaliza en un movimiento social capaz de impulsar ideas e iniciativas que se convierten en acciones, ya sea personales, colectivas o institucionales.

Pero todo eso fue un proceso cuando no hay cadáver que velar y enterrar. Primero el impacto de la detención, después la búsqueda, luego la esperanza, más tarde la incredulidad, muchos años de silencio y sufrimiento personal, tiempo de rechazos oficiales y sociales; para luego empezar a contar, con vehemencia incluso, porque el miedo ha desaparecido, y después empiezan las voces solitarias a buscarse, a organizarse, desde la serenidad y la firmeza, y comienzan a sacar los huesos de los suyos, a amortajarlos con cariño, a acunarlos amorosamente en el regazo solidario. Mis huesos son los tuyos, tus huesos son los míos.

Y todo esto es lo que le pasó a la familia de Aralda: a su madre, a su abuela paterna y a ella. Estamos en la casa paterna de La Galga, municipio de Puntallana, donde vive una modesta familia de campesinos, y donde el 20 de enero de 1937 aparece un grupo de guardias civiles y se lleva a Segundo Rodríguez por sospechas de apoyar a los republicanos huidos en los montes, entre los que estaba un hermano suyo. Aralda misma lo cuenta, era un bebé pero los recuerdos se heredan:

"A la una de la noche vino la guardia civil y se lo llevó. Papá me tenía en brazos a mí y mi madre cogió a mi hermano, abrió la puerta conmigo en brazos, entonces me quitaron de él y me tiraron a mamá. No hubo preguntas ni nada, sino cogerlo, amarrarlo, amordazarlo; no le dejaron mirar para atrás. Mi madre se quedó conmigo en brazos y mi hermano a sus pies. Le dieron un empujón y cerraron la puerta. Mamá gritó y la oyó todo el mundo diciendo que se lo habían llevado... Nadie se atrevió a salir a la puerta...".

Estamos otra vez en La Galga, es 25 de enero de 1937, y son detenidas 12 personas cerca del Pico de las Nieves, entre los que está el tío Aniceto. El camión que los transporta pasa cerca de su casa y la familia oye los alaridos de sufrimiento de los capturados, distinguiendo nítidamente los de su allegado, incluso lo ven herido. La historia de los que van a ser asesinados ya la contaremos en otro momento, ahora toca hablar del calvario de ellas. La abuela de Aralda, madre de los dos desaparecidos, en uno de aquellos días de incertidumbre cayó al suelo y nunca más habló, lo único que atinaba a decir era : "Ta, ta, ta?, mi niño?, ¡diablo!, ¡diablo!" Diecisiete años después murió. La madre de Aralda nunca supo lo que pasó, haciendo el periplo habitual para localizar a su marido, pero no lo vio más a pesar de que jamás perdió la esperanza. "Mi madre tenía todas las puertas cerradas. Fue al cuartel (de la Guardia Civil) a llevarle dinero y comida, pero no se lo dejaron ver, no sabía si estaba o no estaba. El dinero y la comida sí se los recogieron. Eso sí. Y nosotros, con hambre..." Ella falleció mucho tiempo después creyendo que estaba vivo y que lo tenían preso en algún sitio.

Algo sabían pero callaban

Y llegamos a la propia Aralda, quien se acuerda del miedo y las complicidades de la época, que se habían extendido por toda la Isla como una ponzoña. Los que ordenaron los asesinatos estaban a algunos miles de kilómetros de distancia, pero los que diseñaron la operación estaban más próximos y los que la ejecutaron más cerca aún. Y también estaban los que algo sabían pero callaban, que probablemente fueran muchos. Toda esa red de ejecutores y cómplices convivieron en la Isla Bonita durante mucho tiempo con las familias de las víctimas. Pero en el océano de iniquidad existían corrientes solidarias que sobrevivían. Aralda recuerda que en Navidad, con seis o siete años, recibieron unos regalos de los presos: un patito y un conejito hechos de madera. Fue el único regalo que recibió de niña.

Pero a pesar de su edad Aralda no se hacía las ilusiones de su madre, ya que era consciente del fin que había tenido su padre. Cuando empezó en el colegio, la maestra, como es de rigor, pregunta a las niñas por el nombre del padre y la madre, y al decir sólo el de la madre, le vuelve a preguntar por el del padre y ella, resuelta y segura, dice: "Mi padre se llamaba Segundo y lo mataron".

Y pasaron los años, y surgió el movimiento social de la memoria histórica a comienzos del nuevo milenio, más de 60 años después de que comenzara la carnicería y sin que la democracia hiciera lo mínimo que tenía que hacer. Y es que muchas de las familias de las víctimas, allá por los años 70 del siglo pasado, temían perjudicar la fragilidad de las libertades recién conseguidas y prefirieron callar a ser un obstáculo para la nueva etapa política.

O por lo menos eso creían muchos, convencidos por los líderes políticos de la Transición, hasta tal punto llegaba su generosidad. Pero nunca olvidaron. Y en La Palma, en 2004, se constituyó la Asociación de la Memoria Histórica, presidida por la propia Aralda. Ya se sabía que en el pinar de Fuencaliente estaban enterrados los cuerpos de decenas de republicanos palmeros, pues en 1994 aparecieron cinco de ellos, pero faltaban muchos más. Y también se sabía el punto aproximado en el que estaban otros cadáveres, por la información facilitada por un hijo de un campesino de Montes de Luna, cuyo padre le había señalado el punto exacto donde se encontraban: "Una pequeña hondonada, dos pinos cortados..."

Ocho cadáveres

Recuerdo a Aralda en el congreso de La Gomera en 2005. Allí nos contó la historia del posible lugar en el que estaban los huesos de los desaparecidos y la animamos a que siguiera adelante, dándole algunos consejos sobre lo que podría hacer, aunque lo que no me imaginé es que en cuanto puso los pies en su isla fuera a hablar con el alcalde de Fuencaliente, quien algo incrédulo le puso a su disposición unos operarios, y se fue a buscar la hondonada y los dos pinos cortados.

No pasó una hora cuando apareció la suela de un zapato, luego los dedos de un pie y así sacaron de la tierra ocho cadáveres. Aunque no estaban los restos de su padre ni de su tío entre ellos, Aralda no se arrugó por ello; al contrario, la reivindicación de la memoria histórica en Canarias había dado un avance sin precedentes, continuando con los dos pozos de Gran Canaria que se han excavado y han permitido rescatar del olvido a los cientos de desaparecidos de la isla redonda, gracias a la Asociación de la Memoria Histórica de Arucas y la labor de otras dos mujeres-coraje, como Aralda, que tenemos en esta isla, Pino y Balbina Sosa, quienes como Aralda y Mercedes Schwartz en Tenerife son la garantía más firme de la reivindicación de la Memoria Histórica en nuestras islas.

Pero Aralda se nos ha ido, ya no podremos disfrutar de su presencia, de su modestia, de su honestidad, de su claridad y de su firmeza, como cuando le dijo a la diputada del PP María del Mar Arévalo Araya en el mismo Congreso de los Diputados: "¿Tú has vivido toda la vida bien, verdad? ¿Tú nunca has pasado hambre? Pues yo sí, por culpa de los franquistas, anduve descalza, lavaba la ropa por la noche para ponérmela por la mañana, llegamos a no tener nada que comer, he pasado hambre, he andado desnuda y descalza. ¿Tu abuela no se ha quedado muda cuando vio que le iban a matar a un hijo? Pues la mía sí. Y a mi abuelo le dieron leña, ¿sabes por qué? Porque les dio la gana. Ni mi padre ni mi tío hicieron daño a nadie".

Esta era Aralda, la vamos a echar mucho de menos. Una vez nos contó los motivos de su búsqueda: "Mamá me decía: si alguna vez encuentras a tu padre lo llevas al cementerio, que él se merece estar en el cementerio como otra persona cualquiera, él no hizo daño a nadie. Eso es lo que me ha animado a mí a hacerlo". Queda dicho, amiga Aralda, los que te hemos sobrevivido continuaremos con tu búsqueda.