En tiempos de pánico y cuarentena, parece muy apropiado releer la obra de Andrea Köhler El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, dado que el aislamiento forzado nos impone una presencia tal vez insoportable, la propia. El libro de Köhler, a medio camino entre el discurso académico repleto de citas y el ensayo personal más intimista, se construye en torno a la paradoja que supone pasar la vida esperando y dejarla pasar: el ser humano es el único animal entrenado desde el nacimiento para gestionar el tiempo, educar el cuerpo según las exigencias temporales y esperar (sin aguardar) la muerte.

Quien estudia Lingüística, sabe que expresamos en condicional acciones que tienen lugar en un "futuro en el pasado". Köhler se sirve de este aparente galimatías filológico para explicar que "el que sabe esperar, sabe lo que significa vivir en condicional"; es decir, volviendo a la Lingüística, esperar es vivir en el modo de lo potencial, siendo y no siendo varias personas al mismo tiempo. Mientras esperamos somos lo que fuimos y lo que seremos, imaginamos las infinitas posibilidades que se abrirán en el futuro y permanecemos en un estado de inacción, casi de no-ser.

Sin embargo, la espera en sí es algo más ordinario y menos poético que esa consciencia humana de que del tiempo y de la muerte no se escapa. Esperar por algo o alguien equivale en sí a la esperanza y pospone la obligación de enfrentarse a uno mismo: esperamos que lo extraordinario irrumpa en nuestra rutina, esperamos a tomar decisiones que nos limiten y determinen nuestra vida. Renunciamos a una posible identidad con la esperanza de ser mejores mañana, sin ser del todo conscientes de que mañana es ayer.

La espera en soledad, en cambio, la que me obliga a mirarme al espejo, me obliga a reconocer que tal vez, precisamente esperando, me haya vaciado de contenido y me haya convertido sólo en un reflejo desdibujado de lo que podría haber sido y no fui (de nuevo, futuro en el pasado). Otra cuestión es la espera por algo o alguien: tomando un café mientras nuestro amigo impuntual nos manda un mensaje disculpándose o a la puerta del despacho del jefe antes de una reunión, a pesar de la soledad, evitamos ser nosotros mismos y vivimos a través de ellos y sus futuras acciones. De ese modo, evitamos la confrontación con nosotros mismos y construimos las infinitas realidades posibles que podrán salir de ese encuentro, "porque la espera es algo imaginario y concreto a la vez: una visión de algo potencialmente real que se oculta".

Vivimos en tiempos cronofóbicos: nos da miedo enfrentarnos al tiempo pero, a la vez, somos conscientes de su valor económico. Perder el tiempo equivale a perder oro: las aficiones se convierten en trabajos rentables y tener aficiones propiamente dichas es ya un privilegio de gente ociosa. Cada vez es más frecuente cuantificar el tiempo de trabajo hasta la exacerbación y utilizar el tiempo libre para actividades productivas. Desperdiciar una tarde en casa parece casi un pecado capital, disfrutar de lo que realmente nos gusta se llama ahora tener placeres culpables. El entrenamiento temporal al que nos someten desde la infancia nunca termina.

Además de los evidentes problemas prácticos que causa una cuarentena, una de las causas más habituales en las redes sociales italianas para quejarse es el aburrimiento. Lo paradójico de la situación es que vivimos una existencia basada en la espera y la procrastinación, pero detener el tiempo nos produce hastío. Vivimos en intermedios y pliegues, entre esperanza y esperanza, pero ser conscientes de que nuestra existencia es una cadena de intervalos infunde un temor muy primordial a estar desperdiciando nuestra vida. La vida se para y nosotros nos despertamos, pero sólo para rendirnos al tiempo y admitir que de nuestras identidades potenciales y reales tampoco hay escapatoria.