Los escritores somos, por definición, individuos más o menos confinados, porque la escritura -un acto que está destinado a los demás, a los lectores- nace del aislamiento, de una suerte de pereza creativa, de la disponibilidad para emplear el tiempo de una manera que parece estéril en el sentido más económicamente elemental de la palabra.

El Romanticismo, que tantas obras admirables nos ha legado, es también el propagador de la mayor parte de los arquetipos ñoños y de los tópicos absurdos sobre la literatura y los escritores. Para quienes no tienen ni idea del oficio, el escritor ha de ser un poeta; y el poeta, un individuo que colecciona desequilibrios amorosos, políticos, ideológicos, alguien que lleva a gala el haber contraído la sífilis, y que necesita combatir en alguna revuelta europea, para morir en plena juventud y poder engrosar el panteón de los mártires de la cultura, tan frecuentado por los mitómanos.

Sin embargo, la verdad es que, en la literatura, por cada hombre de acción, hay quinientos sedentarios pacíficos; por cada viajero permanente, hay mil funcionarios del Ministerio de Obras Públicas; por cada héroe belicoso, hay millones de timoratos burgueses sentados ante una mesa camilla, calentando sus cavilaciones con la amabilidad del brasero doméstico. Por cada Garcilaso, hay un batallón de monjes amanuenses. Por cada Lord Byron, existe un destacamento de amigos del costumbrismo. Por cada Ernest Hemingway, disponemos de una tropa de asustadizos ratones de biblioteca. Lamento decepcionar a la mayoría, pero las cosas son como son (aunque siempre se puede seguir haciendo uso de los paradigmas pirotécnicos para la comprensión del arte).

Escribir, simplificando el asunto, consiste en quedarse en casa. En estar siempre en casa, o casi siempre, leyendo y juntando palabras, planeando e imaginando. La historia de la literatura está plagada de enfermos, de inadaptados, de pobres de solemnidad; es decir, de gente que está obligada a quedarse en casa, porque en casa se hace reposo, y no se gasta el dinero que uno no tiene, y no se entra en contacto con los demás, que representan un extraño universo tan hipnótico como difícil de entender. No se trata de que para ser poeta resulte imprescindible ser tuberculoso, sino de que los tuberculosos han tenido que guardar cama y confinarse, y el hecho de tener que ocupar los excesos del ocio ha inclinado a muchos hacia la lectura primero, y hacia la escritura después.

Las cuarentenas por pestes, los sitios militares, los encarcelamientos, las convalecencias han dado lugar a grandes obras literarias; pero aún más los simples confinamientos a los que nos obliga la profesión. Las excepciones heroicas resultan inspiradoras, pero no tanto como la elemental rutina de escritorio.

Qué vocación más curiosa la nuestra. Más solitarios que solidarios. Más en comunión con criaturas de la realidad imaginaria, que con criaturas de la imaginaria realidad. Por regla general, partidarios del apartamiento; pero soñando con que sus obras despierten el interés de la humanidad.

Pessoa dijo que escribir era la manera que tenía de estar solo. Vivir confinados es el sistema del disponemos para estar en compañía.