En un interesante artículo, publicado a finales de 1919 —es decir, a cien años del origen del Covid-19—, Sigmund Freud estipulaba que no hay nada más siniestro que el propio espacio doméstico. Deconstruyendo la contigüidad semántica de las palabras Un-heimlich y Heimlich, con las que titula su artículo, y que en alemán significan, respectivamente, "siniestro" y "doméstico", observa que la máxima extrañeza fantasmal no proviene del exterior desconocido, y, por tanto, de lo no domeñado, como a menudo se piensa, sino, por contra, de lo más próximo y hogareño.

En castellano no comparten la misma raíz etimológica, lo que sería tan siniestro como que cada cual hablara de su propio espacio "insiniestro" o se refiriera a sus cuentas como economía "insiniestra"; o viceversa: que, sin salir del orwelliano mundo del revés en que nos (des)encontramos, lo realmente para-doméstico se halle en las anheladas y vaciadas calles ("como en la calle en ninguna parte". ¡Cállese!). Pero, en estos tiempo de máxima regresión, hasta lo prenatal, inclusive (la casa devenida en útero materno, de donde no podremos salir hasta que concluya el embarazo y se nos dé a luz), el matiz freudiano nos da noticia de que, en cada hogar, anida también la casa de los espíritus, por cuya ventana nos viene a saludar y dar el parte de cada día el epidemiólogo Fernando Simón, que (ya puestos a regresiones paleovíricas) ofrece el firme aspecto bonachón de una muñequería entre Epi y Blas y ET, con la cascadilla voz, también, como de sesión de vaso espiritista...

Por su parte, el historiador Erik Hobsbwam señaló que el siglo XX se inició tardío, con el advenimiento del mundo bipolar surgido al término de la Primera Guerra Mundial, y este XXI parece irle a la zaga. Algunas voces alarmistas hablan de una silente Tercera Guerra Mundial, pero esta vez del orbe entero, como Fuenteovejuna, contra el maldito bichillo; y lo cierto es que el masivo confinamiento tiene algo de cierre de compuertas de la temible esclusa inaugurada con el derrocamiento de las Torres Gemelas (2001) y los atentados del madrileño 11-M (2004), de tal suerte que lo propio del nuevo del siglo-milenio estuviera por venir.

Así pues, Freud nos da noticia de la coincidencia espacial entre lo siniestro y lo doméstico, y Hobsbwam, de la coincidencia temporal entre lo detenido e inconcluso. Pero, ¿de qué nos sirven esas magnitudes mientras cada cual habla solo o con las paredes, y cuando, esta vez sí que sí, la realidad supera a la ficción? Todas las metáforas y consignas simbólicas acumuladas se vuelven literales, y se contradicen y aturullan, como en el asalto a un supermercado vacío. ¿Quién nos iba a predecir que ser usuarios de la sociedad líquida, decretada por Zygmunt Bauman, consistiría en nadar en la bañera y, sobre todo, lavarse compulsivamente las manos? ¿Que el Nuevo Medievo augurado por Umberto Eco, nos convertiría en siervos de la gleba a la caza y captura de un rollo de papel higiénico, por los designios de un señor feudal del tamaño de un microbio? ¿O que "Sálvese quien pueda" se concretaría en apartarse a más de un metro de distancia del prójimo? ¿O que lo políticamente correcto sería no pisar la polis? ¿Que el pensamiento único sería mirar todo el día a un punto fijo de la pared de la sala? ¿O el ninismo, en fin, levitar durmiendo la siesta del carnero a cualquier hora de la mañana...? La intrahistoria sin historia se ha apoderado correosa y aceitosamente de nuestras vidas; y, extranjeros en la propia casa, ni siquiera contamos con la complicidad del sol para nuestras maquinaciones, como el protagonista de la novela de Camus. La regresión hace que nuestra mente aprenda a andar de nuevo a gatas por el pasillo de la casa, con el sonajero robinsoniano de una sustancia verbal casi impronunciable: ese idiolecto, definido por el crítico argentino Héctor Libertella como "el vagido del bebé primitivo que fuimos cuando niños y que sigue hablando por nosotros".

Líbido asintomática

A falta de cualquier épica —"Tengo una gran vida social", "No salgas a la calle cuando hay gente"...—, e instaurado el canguis del encierro individual masivo, cualquier sentido lírico y cualquier gota de humor, bienvenidos sean. Yo, por ejemplo —¡vaya inservible muletilla!—, para amortiguar el flagrante verso de Vallejo, "Quiero escribir pero me sale espuma", reparo en este otro, tan propicio, de García Cabrera: "La cocina es el sexo de la casa". Y, en efecto, en ella morrean ahora los cacharros sin descanso, lloran estoicas las cebollas y eyaculan las cafeteras. Se adivina que hasta quienes no acostumbraban a frecuentarla acuden a darse la refriega a cada rato, asombrados —los ojos como platos— de que prosiga el flujo del agua caliente, y, con la despensa erigida en dispensario, corroborar, por activa y por pasiva, la medida del mexicano Eduardo Lizalde: Lo mucho que tiene el sexo de abrelatas.

Mientras constato que son tiempos propicios, pues, para evocar la mantequilla rebanada de El último tango en París (de hecho, la saco de la nevera), me entra un sudor frío con sólo mencionar el título de aquella célebre película con los polvazos de Kim Bassinger y Mikey Rourke (pionero, por cierto, en la moda de la barba de tres días): Nueve semanas y media ...¡Uf, demasiado tiempo! Y, entonces, para rotular la libido asintomática de estas jornadas detenidas, en que no paras de susurrarle al oído al sillón de oreja, mientras sacas los condones de la mesilla de día, ves que el título más certero es La vida sexual de Robinson Crusoe, la novela de Michel Gall. En su trama, el náufrago le echa mucha imaginación para hacerse, primero, con un agujero en el suave musgo del tronco de un árbol, pero luego, harto de la pasividad de su invento, le acabará poniendo los cuernos con una grácil cotorra de carne y hueso. Pese a la pornografía aparente, la definición de un crítico de Le Monde la vuelve idónea para el doméstico encierro: "La novela juega con las prohibiciones como un cachorrillo enloquecido con una pantufla".

Pantuflas o cholas impares que se lleva el dichoso cachorrillo, en son de que lo saques a la calle. Eso era. ¡Quién pudiera hacer ahora el amor en un simca mil, y en doble fila, con las calles vacías! Y sin necesidad de lavarse las manos a cada movimiento de la mano, en un coitus interruptus de varias semanas, con besos de a más de un metro de distancia. Tiempos de regresión, sin duda. Un Medievo, con el cinturón de castidad sustituido por el satisfayer, mientras asistimos a la campante coronación del virus. El cibersexo vuelve de golpe, en estos días, a sus asépticas funciones originales: conectarse sin posibilidad de cita. Si el enamoramiento es un estado de "imbecilidad transitoria", que dijo el filósofo, se alarga el tránsito sin tránsito... Nada nuevo bajo el sol de los bombillos, ni tal vez después. Dicen que cuando salgamos de esta pandemia en pantuflas, la panacea será una transformación colectiva en mejores personas... Me recordaría los ilusos propósitos de Año nuevo si no fuera porque cada cuarto de hora vuelve a ser Nochevieja, y, en una misma jornada, alternamos la Nochebuena, sin cuñados ni pavo, con la Semana Santa de encapuchados con la procesión por dentro... De modo que tras lavarnos las manos, cuando todo esto pase, más bien nos lavaremos las manos. Mientras tanto, ¿sexo en el hall? Cuando el león enjaulado, cada vez más herbívoro, se canse de pasear por el pasillo a su ciempiés-mascota, volveremos a pensar en Onán. Pero antes es preciso averiguar si la tensión radica en no saber cómo alejarse a más de un metro de uno mismo o en cómo desandar esa distancia para volver a encontrarnos.