Pese a haber alcanzado la provecta edad de 103 años y a que su alejamiento definitivo de los platós se produjera hace más de tres lustros, la muerte del actor y productor estadounidense Kirk Douglas (Amsterdam, Nueva York, 1916/Berverly Hills, California, 2020), símbolo de una era profundamente marcada por las reglas no escritas del star system, ha provocado un enorme vacío en el ámbito de la cinefilia internacional ante la disyuntiva de encontrar alguna otra megaestrella del Hollywood actual que pudiera cubrir el hueco dejado por el famoso tras su reciente desaparición. Inútil tarea que pone de manifiesto, una vez más, la intensa emoción que destilaba la mera presencia en las pantallas de este gigante que supo escalar con firmeza los peldaños de la popularidad en un escenario profesional sembrado de trampas.

Tanto en estilo como en coherencia profesional y en capacidad expresiva el protagonista de Espartaco (Spartacus, 1960), de Stanley Kubrick, nos dejó un importante legado como maestro de un arte, el de la interpretación, al que elevó en infinidad de ocasiones a cotas insospechadas de exigencia al tiempo que componía personajes cargados de vitalidad a los que infundía aliento moral y temperamental en medio de un contexto atravesado por violentos conflictos de orden familiar, como el caso del acomodado directivo Eddie Anderson de El compromiso (The Arrangement, 1969), de Elia Kazan, cuyo sentimiento de hastío ante una vida a la que no le encuentra el menor sentido lo enfrenta directamente a su familia en su huida desesperada hacia un suicidio que no llega a consumarse pero que acaba condicionando su propia existencia y la de quienes integran su entorno más cercano.

Douglas, más sosegado que en ninguna otra de sus más de ochenta interpretaciones cinematográficas, asume el rol de Eddie con una actitud insospechadamente estoica, lejos de la convulsión orgánica con la que afronta habitualmente sus trabajos desde que encontró su propio punto de ebullición en el rol del productor despiadado, manipulador y egocéntrico de Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952), el soberbio melodrama sobre el mundo de Hollywood que Vincente Minnelli dirigió para la Metro, junto a Lana Turner, Walter Pidgeon y Gloria Grahame. Una experiencia que volvería a repetir, también con Douglas en el papel central, en Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town), diez años después, con un elenco encabezado por Cyd Charisse, Edward G. Robinson y George Hamilton. Esta ocasión le permitirá a Minnelli volver a cargar con inusitada virulencia contra el escenario ciclotímico que dibujan sus protagonistas en su afán desmedido por ascender a lo más alto en su escalada hacia el reconocimiento social y el éxito.

Sin embargo, y pese a su brillante hoja de servicios, el actor nunca obtuvo un Oscar, salvo el que le fue concedido en 1966 a título honorífico, con tres candidaturas ampliamente alabadas por la crítica como las de El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956) El ídolo de barro (Campion, 1949), de Mark Robson y Cautivos del mal. Una de las tantas injusticias cometidas por la Academia a lo largo de sus muchas décadas de existencia y que añade otra nota más a la inagotable carrera de agravios comparativos generados por esta institución a través de su historia. No fue Douglas la única figura importante en sufrir estos desafueros, pero sí la más representativa por el desapego inexplicable de la industria hacia uno de sus más ilustres miembros.

Su presencia en las pantallas durante más de sesenta años junto a actrices de capital importancia en la evolución del cine estadounidense, como Barbara Stanwyck, Linda Darnell, Lauren Bacall, Jane Wyman, Virgina Mayo, Eleanor Parker, Lana Turner, Susan Hayward, Rhonda Fleming, Janet Leigh, Jean Simmons, Kim Novak, Dorothy Malone, Gena Rowlands o Faye Dunaway, y bajo batutas tan solventes como las de Raoul Walsh, Billy Wilder, Michael Curtiz, Mark Robson, William Wyler, Howard Hawks, Edward Dmytrick, Henry Hathaway, King Vidor, John Sturges, Robert Aldrich, John Huston, John Frankenheimer, Otto Preminger o Elia Kazan, le facultó para desarrollar una de las carreras profesionales más brillantes y aplaudidas de la segunda mitad del siglo XX.

Douglas asumió con orgullo y satisfacción el prototipo del héroe torturado, sagaz y resolutivo que tanto fomentaron los mandarines de este inagotable negocio durante las décadas de los cincuenta y sesenta ante la epidemia de banalidad que había infectado la producción comercial de las grandes compañías del sector desde el final de la guerra. Un perfil que compartió durante toda su vida con su colega y amigo Burt Lancaster, otro gigante del oficio que aportó, como Douglas, enormes dosis de inteligencia, creatividad y emoción a este castigado gremio con actuaciones superlativas.

Muy pronto asumió la imagen del héroe enérgico y bizarro al que solo se le podía abatir empleando su propia munición, el airado idealista que personificó al Vincent van Gogh de El loco de pelo rojo, el genio atormentado que huye de una sociedad intolerante y de una relación familiar virtualmente desecha, trabajo que lo elevó al estrellato y en el que compitió, sin éxito, por el Óscar al Mejor Actor; al duro y justiciero Doc Holliday de Duelo de titanes (Gunfight at O.K. Corral, 1957), de John Sturges, personaje complejo, turbio y contradictorio que no duda en hipotecar su propia vida por cumplir con la noble misión con la que se había comprometido.

La fuerza huracanada que el difunto actor le imprimía a este tipo de personajes, la traslada, multiplicada por cien, a la composición de un héroe tan icónico en el cine antibelicista como el Coronel Dax, el oficial que se enfrenta a las tiránicas aventuras guerreras de su Estado Mayor durante un Consejo de Guerra contra tres soldados acusados de deserción en la formidable Senderos de Gloria (Paths of Glory, 1957), de Stanley Kubrick, una película producida por el propio Douglas y escrita al alimón por Jim Thompson y Calder Willngham, cuyas imágenes nos sumergen en los mugrientos escenarios de la Gran Guerra para ponerle el rostro más negro al drama de tres inocentes convertidos, por mor de ciertos intereses estratégicos, en perfectos chivos expiatorios de una causa judicial previamente perdida. El colérico detective de Brigada 21 (Detective Story, 1951), de William Wyler, asediado por sus reacciones incontrolables en medio de los interrogatorios, y Charles Tatum, el periodista ventajista y manipulador de El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951), de Billy Wilder, también contribuyeron a engrosar su nutrida lista de éxitos internacionales.

Bajo la dirección del cineasta italiano Mario Camerini, autor de muchos de los éxitos más populares del cine trasalpino desde la época del mudo, encarnó a la carismática figura de Ulises en Ulises (Ulysses, 1954), un fracaso taquillero más que anunciado en el que destaca, por encima de todo, el trabajo de Douglas aportando musculatura, emoción y vitalidad al papel del legendario superhéroe griego al que quedó asociado desde entonces, como sucedió unos años más tarde con su soberbia interpretación en Espartaco, la megaproducción de Stanley Kubrick sobre el esclavo tracio que desafío el poder de Roma. Una actuación cargada de matices que guardamos celosamente en nuestro imaginario fílmico como la del hombre que no se dejó doblegar por la tiranía de uno de los imperios más poderosos del planeta.