Ha venido a España el filósofo Gilles Lipovetsky (autor de las sorprendentes obras La era del vacío: ensayo sobre el individualismo contemporáneo, de 1983, o El imperio de lo efímero: La moda y su destino en las sociedades modernas, de 1990) a impartir un seminario en el IE Business School y pronunciar una conferencia en la Fundación Telefónica. Borja Hermoso lo entrevistó, y Lipovetsky analizó: "La democracia ya no se ve impulsada por el mismo fervor que antes, suscita dudas, inquietudes y decepciones", y siguió con una nota de tranquilidad: "Los partidos populistas no tienen el mismo ethos que los partidos comunistas, fascistas o nazis. En aquella época, esos partidos contaban con verdaderos batallones formados directamente para el asalto al poder. Los populistas no quieren eso? los populistas reivindican la democracia".

Lipovetsky sigue explicando que la gente no confía ya en los partidos políticos, lo cual implica que "la política ya no le ofrece esperanzas. El agotamiento del debate político ha traído furia y ha traído odio". La globalización ha traído inseguridad al mundo, inseguridad física, inseguridad identitaria, inseguridad ante la inmigración, inseguridad medioambiental, inseguridad sanitaria: "Vivimos en una cultura de la ansiedad. Frente a esa ansiedad ya no tenemos ni ideologías ni soluciones políticas que ofrezcan alternativas reales. Y esto resulta explosivo". En este caldo se genera lo que Lipovetsky denomina "hiperindividualismo", frente al cual la democracia ha de mejorar no siguiendo siendo una gestora del utilitarismo o la economía, sino también del enriquecimiento de las personas.

En medio de toda esta astenia social, de esta cultura de la ansiedad, es propio que devengan los barbaroi, como siempre lo hacen, los parásitos del "cuanto peor, mejor", y que, como tales parásitos, viven de la miseria y les interesa, pues, que se universalice la miseria. En medio de esa lucha estamos, y no es local, sino global. Surge una cierta estulticia del pensamiento, nulo en moral, y surgen quienes quieren inventar unos nuevos valores estatales, con origen histórico en una filosofía dialéctica que aúpa a la masa informe, cuyos movimientos precisan de la absoluta claudicación de la individualidad en pos de un líder gris, como una especie de viento natural, un viento maligno, que se cierne sobre la humanidad para aherrojarla y convertirla en grey carente de toda intimidad. Es la Dictadura del Pueblo, que promete a todos mientras se desposean de su yo y lo entreguen a ese dios del hombre nuevo, al nuevo Baal.

Un ejemplo, el chino, me lo relataba un amigo taoísta llegado del Este, que me leía el texto La Puerta del Dragón, de Chen Kaiguo y Zheng Shunchao, de finales del siglo pasado. En su capítulo 8 dice así: "A lo largo y ancho de China marchaban los Guardias Rojos llevando en alto el Pequeño Libro Rojo. Se producían todo tipo de atrocidades en nombre del Gran Barrido, sin que uno tuviera en todo el país un lugar donde poderse esconder. La sociedad estaba cambiando tanto que hasta los espíritus se habían vuelto impotentes. Incluso en las altas montañas y en los valles profundos, los lugares sagrados de los espíritus inmortales que raramente se habían visto hollados por plantas humanas, las escuelas budistas y taoístas que jamás habían buscado conflicto alguno con nadie, los templos y los adoratorios de purificación, se veían impotentes para escapar de la destrucción sistemática de las purgas. El mausoleo de Confucio fue deshonrado y se talaron los bosques que lo rodeaban. Guardias Rojos de una docena de prefecturas y ciudades se juntaron en una especie de masa destructora que ocupó en monte Wudang, uno de los lugares más sagrados del taoísmo. Varios miles de Guardias Rojos portando banderas rojas irrumpieron en el templo de Shaolin, lugar en donde se inició el budismo chan. La montaña sagrada de Omei fue asolada. El monasterio de la Nube Blanca, en Pekín, uno de los centros taoístas más importantes, quedó arruinado? los ancianos maestros se sentían invadidos por el desasosiego y la intranquilidad. Se daban cuenta de que se aproximaba una gran desgracia y eran conscientes de que tenían que huir rápidamente si querían escapar de ella".

No hace falta traducir argumentalmente a qué nos podemos referir, pero resuena en cuanto vemos a la muchedumbre, como en Afganistán o en Tombuctú, destruyendo las estatuas de los budas o las puertas seculares de la historia, lo cual en occidente se convierte en mudanzas de mausoleos con una parafernalia más sutil, efectuada por personajes que se atrincheran en leyes que dictan cómo debe ser la historia, y ordenan cuál va a ser la memoria, en vez de dejarla libre, de forma que lo recargan todo de odio, un odio que va más allá de cualquier ideología, un odio cerval, desatado, que exige a todos la demisión ante su edén prolapsario, y la erradicación de toda psicagogía, un mal que se ha establecido purulentamente en la mitad de la población. Pero hasta ahora, en la historia de la humanidad, nunca se ha perdido la batalla, todo termina pasando, y el individuo, por la cuenta que le tiene, retoma las riendas y embrida al monstruo colectivo y colectivizador.