Ya escuchadas las disertaciones de la directora Laura Vallés Vílchez para la visita guiada previa a la inauguración, en una guagua camino a La Laguna, hablaba con Abraham Riverón -que ha estado trabajando como técnico de montaje de las exposiciones de Fotonoviembre 2019-. ¿Qué es bienal y qué no? ¿Dónde se marca el límite de Mitos del futuro próximo? Nos preguntábamos. Hablamos mucho del programa público a los cuidados de -pues en esta bienal se cura y se cuida, más que se comisaría- Alba Colomo Gil, de las acciones, proyecciones y talleres, y de tantísimas pedanterías sobre esta cuestión. Pero divagábamos, abuela, porque ahora, semanas después, creo que los mitos del futuro próximo tienen más que ver con esa anécdota de aquella excursión de colegio que mencionamos cuando la charla "sustancial" ya se nos había acabado: aquella visita a la fábrica de Danone, en la que nunca participamos pero que recordamos con tanta claridad como Carla Zaccagnini recuerda el sonoro aleteo de esas mariposas que nunca escuchó. Nos pasaba que, como a la artista, la narración por boca de otros fue suficiente para que nuestra imaginación infantil nos hiciera vivir el mito.

"Era sobre esos bastidores de alambre que los gusanos se enrollaban en sus capullos. Dice mi padre que en La Fortuna los bastidores de alambre estaban a un metro y medio del suelo, como se cuelga en el museo el centro de los cuadros", declara la artista, y la misma sala donde se escucha su narración se convierte en ese galpón lleno de pupas lepidópteras, esta vez aquellas que Lucía Pizzani confecciona con diferentes telas, tal vez más coloridas -como las que a ti te gustaban-, pero sin duda similares a esas con las que todas las mujeres de las piezas de Helen Levitt y Graciela Iturbide se tapan la cabeza. Sus cuerpos cubiertos, ahora crisálidas, bullentes ante la eclosión inminente.

Camino sobre mis pasos y dejo atrás este paritorio, esta sala donde volver a nacer -a parirse-, para volver al espacio que abre Cuerpo, la exposición a los cuidados del colectivo Cine por venir, y vuelvo a encontrarme con más de quince metros del cuerpo lánguido, casi convaleciente, del Enredo de Eva Fàbregas. Ante esta visión imponente de una corporeidad marchita es demasiado fácil olvidar cómo se deslizó por la fachada sorprendiendo a los transeúntes; dio a luz a una descendencia llamada Enredo infinito -en el seno de la actividad colaborativa propuesta por el departamento educativo-; y se esparció en el patio interior para recibir cientos de visitas que se sentaron en su regazo, acariciándola y fotografiándola. Su cuerpo eruciforme capaz de mascar agujeros en un centro de arte que se dejó habitar. Y aunque no está por ningún lado, junto a la solemne camilla -la fotografiada por Lynne Cohen- que la acompaña me parece ver un gotero. Tal vez lo que tiene en realidad es un simple suero, pero el aire de la sala pesa como si portara una de esas sustancias que borran todo el dolor del final de una vida que no merece menos. Un gotero agridulce que marca el inicio del mito, con el olor a ramos de flores que conlleva.

Recuerdo entrar en el otro Enredo -la exposición a los cuidados de Mette Kjaegaard Praest-, detenerme embelesada ante ese altar de pantallas y hologramas que es Eyes of Plants, y seguir caminando tras digerir apresuradamente esta pieza con un despliegue rodeado de una trascendencia que no llega a ser. Todo para seguir hacia una sala en la que, aparte de un cuadro de Óscar Domínguez, solo encontraría un proyector y un sillón. Recuerdo ver la pieza, recorrer el relato pobremente grabado, y esperar paciente, sentada en ese sofá de la sala A, la inminente muerte del padre de Oreet Ashery, la artista. Recuerdo optar por plasmar en este documento un par de frías líneas descriptivas -que abrirían otro artículo ahora sustituido por este-, decidiendo ignorar el terrible parecido con la espera que protagonizo en este sillón de hospital en el que las escribo. Y entiendo así que la bienal no llega fuera de los muros del museo. Es eso de ahí afuera lo que cala hasta sus huesos.

Y ahora que has muerto, igual que el padre de Ashery, paso a la siguiente sala y veo una mesa vacía y violenta -como también lo es la construida por Drago Díaz-, llena de unas espinas que sin duda nos harán daño; rodeada de seres -como las obras de Mapplethorpe, Domínguez y Magritte- ausentes y desapegados, incapaces de sentarse a hablar en torno a ella. Y cuando ahora, lejos de TEA, nos veo doblados sobre los cajones y armarios de esta habitación vieja, reuniendo los pedazos de una identidad partida en papel fotográfico, me pregunto si seremos capaces de volver a construir un hogar. No nos sucede como, según uno de los textos que acompañan a sus fotografías, les ocurre a los "trabajadores invitados" -acogidos en Alemania- retratados por Ahlam Shibli: nosotros sí tenemos muebles de nuestras abuelas, pero el miedo a no tener lugar que pertenecer se resiste a marcharse. Y la sala A, y las interminablemente extensas cartelas de Heimat, que días antes recorría sin detener la mirada, se convierten ahora en el manual más ansiado: no te preocupes, aunque nuestras raíces ya no estén, nos rascaremos las entrañas y echaremos unas nuevas.

Por eso continuamos este imposible ejercicio de minería, intentando extraer todo aquello que ya se nos escapó de las manos, un recorrido por la memoria tan similar a andar por la última sala de Imagen -la sección a los cuidados de la directora de la edición-, la protagonizada por Duelo por la España Negra, un tránsito laberíntico, sombrío, con haces de luz mínimos, en el que es imposible distinguir forma alguna sin entornar los párpados. Y al fondo, donde apenas llega esta luz, dos reflejos en placas de un zinc indistinguible de la penumbra a su alrededor, mostrando unos destellos ilegibles como una imagen ecográfica que desvela una verdad visceral ante unos ojos legos que no pueden más que especular.

"Yo no quiero querer a nadie más", dice mi madre, de pie, en medio de la cocina. Está ahora inmersa en ese intento, pensado por tantas -si no todas- personas, de desprenderse de una humanidad que a veces pesa demasiado. Y veo su empeño y me choco con la imagen de mujeres artificialmente inteligentes, con la cantidad justa de una humanidad complaciente -la suficiente para ser un entretenimiento efectivo-, y pienso si, tal como cuentan los mitos, en el futuro próximo, estas mujeres que muestra Eli Cortiñas en The Excitement of Ownership serán, ante la violencia brutal contra su imagen, capaces de un esfuerzo contrario: sentir hasta lo inconveniente, hasta que hacerlo sea resistencia activa. Sentir por desobediencia.

Más abajo, espera una nueva imagen cyborg, una proyección de unas dimensiones tales que empequeñecen su frágil narración. Por eso, cuando me escondo de su vista, agachada tras el panel, al lado de unas letras que simulan algún lenguaje de programación, siento la sucesión de líneas de texto susurradas en mi oído con una delicadeza que segundos antes no hubiera anticipado: "

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