La Orquesta Sinfónica de Tenerife (OST), conducida por su titular Antonio Méndez, desplegó anoche en el Auditorio Adán Martín un soberbio ejercicio de credibilidad. De una parte, por la complejidad que representa interpretar una obra de la envergadura de El anillo sin palabras, esa mayúscula adaptación de la tetralogía de Richard Wagner en versión del director y violinista Lorin Maazel, desprovista de los adornos vocales y reducida hasta su esencia. Y, de otra, porque los músicos (más de un centenar sobre el escenario) desarrollaron un enorme esfuerzo, tanto físico como también emocional, durante los cerca de 75 minutos que duró el tercer concierto programado por el Festival Internacional de Música de Canarias (FIMC).

En el lado opuesto hay que subrayar, por lo que tiene de carácter negativo, la escasa respuesta por parte del público hacia su orquesta. La Sala Sinfónica se cubrió en apenas la mitad de su aforo, precisamente cuando la OST festejaba sus 50 años bajo la denominación de sinfónica y, además. en un marco como el que representa esta edición del FIMC.

Cierto es que Wagner es un compositor que concita sentimientos encontrados de amor y de odio y que, acaso, pese demasiado esa asociación, profundamente simplista y que parece ya instalada en el ideario del común de la gente, por la cual se relaciona la música del compositor alemán con el régimen nazi.

Lo cierto es que el gran poema sinfónico que en su día estructuró Maazel como fórmula para digerir esas cuatro grandes óperas que conforman El anillo del Nibelungo terminó por envolver el Auditorio con una atmósfera que hacía pensar que algo importante estaba próximo a suceder.

Desde sus primeros compases, los contrabajos y fagotes sonaron con gravedad, con ese particular sonido pesado que termina por retumbar y crecer hasta la misma entraña, contagiando en progresivas y crecientes oleadas al resto de las cuerdas, completando de esta forma el acorde de esa narración mitológica que empieza con el robo de un anillo con poder sobre los humanos y acaba con el hundimiento del Valhalla y el ocaso de las religiones.

La compleja textura orquestal de esta pieza, que está cargada de una enorme densidad, un elemento que en ocasiones puede llegar a resultar hasta casi apabullante, se veía interrumpida por los respiros balsámicos de compases melódicos, una suerte de descanso, una tregua entre tanto fragor y aluvión de sonidos, con juegos de diminuendos y crescendos que en ocasiones adormecieron la tensión de la orquesta.

Los pasajes heroicos sonaron empastados, tersos y hasta se elevaron con dosis de brillantez, gracias a las maneras de los vientos. En buena medida, el resultado musical del concierto que ofreció anoche la OST cumplió con el público general, el aficionado de a pie, y lo hizo con buena nota, acercándole la fuerza y la poderosa intensidad que encierra la orquestación wagneriana, al tiempo que desempolvaba de sus memorias algunas de las melodías más conocidas y tarareadas, como la Cabalgata de las walkirias que la película Apocalipsis now llevó a la gran pantalla.

Pero, además, la interpretación por parte de la OST también supo ofrecer a los melómanos la posibilidad de recrearse en todo ese laberinto de símbolos que encierra esta tetralogía y hasta detenerse en la difícil tarea de reconstruir la partitura de tan apelmazado hilo argumental.

Con todo, no resulta nada sencillo engarzar de manera rítmica y acompasada la propuesta musical que propone Lorin Maazel, una circunstancia que puede llegar a provocar ciertas ausencias, quizá provocadas por la falta de articulación del discurso sonoro, o también perderse por las repeticiones de los leitmotivs.

Sin duda, la nota final, la que cerró la comprimida tetralogía, la puso ese público fiel que asistió anoche al Auditorio, ovacionando largamente a los músico, y deteniéndose con más énfasis en los vientos y los chelos.

Y la sala quedó muda, como El Anillo sin palabras.