La superioridad de Érase una vez en... Hollywood sobre las restantes películas estadounidenses del año pasado es tan abrumadora, que a la fuerza debe ganar las diez estatuillas que persigue. A lo sumo, sería permisible que Joaquim Phoenix le arrebatara a Leonardo DiCaprio el Oscar al mejor actor, dado que Joker funciona simplemente como una excusa para desplegar la inadecuada personalidad de un intérprete diabólico.

Las nominaciones ofrecen una oportunidad tan buena como cualquier otra para recordar que la película de Tarantino es fascista, misógina, homófoba, xenófoba y racista, con una exposición descarada de estas inclinaciones. La grandeza del director consiste en persuadir a los espectadores de que las cualidades citadas son abordadas desde una perspectiva irónica, cuando Érase una vez... vincula a la ideología del perverso creador pese a su título de fábula. Sin embargo, los vecinos de Sharon Tate se ven amenazados por los Parásitos de Bong Joon Ho, un disparatado y despiadado mosaico de la alienación más urbanística que urbana. No se trata tan solo de la primera producción coreana que se cuela entre las cinco mejores de habla extranjera, sino que corona el palmarés de la excelencia en todas las categorías. Y su Óscar máximo resulta más inimaginable por su nacionalidad que inmerecido. Sin duda, se trata de la obra con mayor contenido ideológico del año.

Todas las escenas de Érase una vez... son inolvidables, y desternillantes en su mayoría. Supera en especial la prueba de la reválida, esa segunda visión de una película que la gran crítica Pauline Kael prohibía radicalmente. Da pereza enfrentarse de nuevo a las contorsiones de Phoenix, al perfeccionismo inconsútil de 1917 o a ese vulgar título de género llamado El irlandés, que ninguno de sus decenas de millones de espectadores en Net?ix ha visto de una sola sentada. Sin embargo, en cualquier momento dejarías lo que estás haciendo para revisar el breviario del gamberrismo ?rmado por Tarantino.

Olvídese de los libros de mil páginas de Thomas Piketty contra el capitalismo, porque Parásitos es la síntesis más salvaje de la desigualdad económica. Entona una oda al sadismo burocrático, a la incongruencia de vivir y sobrevivir sin convivir a unas calles de distancia. No existe ningún argumento formal para amparar una disfunción que solo puede analizarse desde la sátira extravagante y sangrienta. En el extranjero agrada contemplar a Antonio Banderas imitando a Pedro Almodóvar, pero el espectador de la egótica Dolor y Gloria tiene derecho a preguntarse por qué le toman por un cadáver. Su tenebrismo excede incluso los estándares en declive de la obra almodovariana. Leonardo DiCaprio merece por primera vez en su carrera la cima interpretativa, en una categoría donde falta el Brad Pitt de Ad Astra. No importa si este actor alcanza su magnetismo mientras piensa en otra cosa. O si no piensa en nada. El cine es como la vida, un vulgar entretenimiento, pero se sale de una proyección de Érase una vez... y Parásitos con una imagen alterada sobre el cine. Y sobre la vida, ambas devuelven al espectador la sensación de humildad que solo puede compararse a resbalar sobre una cáscara de plátano.