La guerra de la independencia

fue la gran academia del desorden

B. P. G.

En Juan Martín el Empecinado, uno de los fragmentos más hondos de los Episodios nacionales, escribió Galdós:

"En las guerrillas no hay verdaderas batallas: es decir, no hay ese duelo previsto y deliberado entre ejércitos que se buscan, se encuentran, eligen terreno y se baten. Las guerrillas son sorpresas, y para que tenga choque es preciso que una de las dos partes ignore la proximidad de la otra. La primera cualidad del guerrillero, aún antes del valor, es la buena andadura, porque casi siempre se vence corriendo. Los guerrilleros no se retiran, huyen, y el huir no es vergonzoso para ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia y se desparraman para escapar de la persecución, de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco, ni el fusil, es el terreno [...] que parece que se modifica a cada paso, prestándose a sus maniobras".

Frente a la estéril polémica de la valía literaria del narrador -con descalificaciones y encomios a menudo manidos, desde "don Benito el garbancero" (Valle-Inclán) o "prosista de almacén" (Umbral) al "segundo mejor escritor en lengua española después de Cervantes" (¿por qué? ¿para completar el dúo del arquetipo cervantino y porque se llama Gal-dos?)-, no se ha reparado lo suficiente en la intuición visionaria del autor de los Episodios nacionales como indispensable fuente historiográfica. Hasta varias décadas después de su muerte, cundió la convención de que en España hubo una vez, a principios del XIX, una "Guerra de la independencia" contra la invasión francesa, resuelta gracias a la mediación británica, y santas pascuas. Se trataba del gif de un asunto pugilístico de Wellington (el "Libertador de España") dejando kao al presunto borrachuzo y ludópata José Bonaparte ("Pepe Botella" y "Pepito Plazuelas"), bajo el aplauso circense de Fernando VII, jaleados por las hordas populares, que comen en las gradas palomitas crudas. Como ha señalado el historiador Miguel Artola, "la concesión en 1811 del mando supremo de los ejércitos españoles a Wellington y la importancia decisiva de las unidades británicas en los encuentros tácticos de última hora atribuyeron a su intervención una influencia desorbitada en el logro de la decisión bélica". Es una de las conclusiones de su fundamental ensayo Las guerras de guerrillas (Planteamientos estratégicos en la Guerra de la Independencia), publicado en 1963 en Revista de Occidente, donde da cuenta de la importancia de los Episodios nacionales como fuente historiográfica, que no sólo devuelve el protagonismo estratégico a las partidas populares, sino que preconiza con claridad los métodos de las más emblemáticas revoluciones del siglo XX.

A tenor de esa espita levantada por Artola, su colega y amigo Antonio Bethencourt Massieu escribió Guerra de guerrillas y guerra revolucionaria: de Galdós a Mao y el Che, una conferencia que impartió en la Casa-Museo Pérez Galdós en 1993, con motivo del 150 aniversario del nacimiento del escritor. La extensa cita del inicio es sólo una reflexión especialmente condensada de las muchas que suscribirían, sin variación alguna, Mao -Tse-Tung, en su Problemas estratégicos de la Guerra Revolucionaria en China (1936), o el Che Guevara, en La Guerra de Guerrillas (1960). Especialmente en las dos primeras series de los Episodios..., y sobre todo en Juan Martín el Empecinado, Galdós se adelanta a describir los episodios universales de las revoluciones del siglo XX. Sus descripciones de la verdadera "guerrilla de la independencia" (como la llama Bethencourt Massieu) semejan instrucciones para la China de Mao de las décadas siguientes a su muerte, o para los barbudos de la Sierra Maestra en la Cuba de los años cincuenta. En un párrafo peculiarmente poético, Galdós enarbola:

"Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión: que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grietas son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas y suben, bajan, ruedan, caen aplastan, regresan y destrozan. Estas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí; esas cimas inaccesibles que despiden balas; esos mil riachuelos cuya orilla derecha se ha dominado, y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente; esas alturas en cuyos costados se destrozó a los guerrilleros, y que luego aparece otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha; eso y nada más que eso, es la lucha de partidas; es decir, el país en armas y el territorio, la geografía batiéndose".

Interesante esta noción de la geografía movediza y beligerante del isleño Galdós, cuyas observaciones sobre la "guerra de desgaste" -que, desde su intuición a pelo, toma de lecturas de testimonios inconexos, especialmente de apabullados militares franceses- sugieren ser señales de moral o de arenga para empecinados ubicuos de las guerrillas del siglo XX. "Aquí no hay descanso; aquí se come lo que se encuentra y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo, dormido con un ojo despierto y vigilante el otro. Además, el que no tenga unas buenas piernas que se marche a su casa, porque aquí no se corre, se vuela", dirá en Juan Martín..., para agregar de modo concluyente: "Hablemos ahora de las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos; de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos de la tierra como la yerba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarquía reglamentada que reproducía los tiempos primitivos".

La idea de la universalidad centrifugada y permanente del combate se hace recurrente en los Episodios galdosianos, como cuando, en Los 100.000 hijos de San Luis, al ser preguntado dónde había partidas, un cabecilla responde: "Pregunta usted dónde hay españoles"... En sus respectivas biblias de guerrilla, muchos años después, escribirá Mao: "El ejército debe vivir en el pueblo como el pez en el agua"; y el Che advierte: "Se recurre a la guerrilla cuando se cuenta con el apoyo de una mayoría de la población como condición sine qua non", o "Entre la población se confunden los guerrilleros".

Como argumenta Bethèncourt Massieu, no hay atributo de las futuras guerrillas revolucionarias que se oculte al análisis retrospectivo de don Benito. Si Mao Zedong enarbola en sus predicciones que "en la guerra vale más aniquilar una división que derrotar a una decena", o bien: "Si no podemos vencer, conviene no continuar un combate", y Ernesto Guevara proclama en paralelo: "Es también un principio fundamental el no librar batalla, combate o escaramuza, que no esté ganada de antemano", y que "es preciso atacar constantemente. No hay que dejar dormir al soldado enemigo que se encuentre en la zona operacional. Los puestos deben ser atacados y liquidados sistemáticamente. En todo instante se debe dar al adversario sensación de estar cercado", todo eso se hallaba ya -cotejará con diversos ejemplos el historiador canario- en la guerra de guerrillas galdosiana. Con precisión de entomólogo, Bethencourt enumera e ilustra los principios estratégicos que el escritor abordará en primicia: Movilidad permanente; protagonismo de las partidas ("fruto natural de la anarquía de nuestro suelo") frente al ejército; dominio del espacio -el paisaje como el principal aliado-, limitación de objetivos, control de las comunicaciones e inmovilización de fuerzas enemigas.

Es curioso que Galdós se retrotrayera al análisis de lo sucedido tantas décadas antes de su nacimiento para servirlo en vivo a lo que sucedería tantas décadas después de su muerte. De su propia boca de narrador escribió concluyente: "Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma; son el espíritu, el genio, la Historia de España; ellos son todo: grandeza y miseria, un conjunto uniforme de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroismo, la crueldad inclinada al pillaje". Bucear en esa cierta anarquía ambivalente le supondría de por sí una clara motivación personal; pero es más seguro aún que, desde su condición de anticlerical y antieclesiástico confeso, Galdós debió de pasárselo pipa con la imaginería polvorienta de todos aquellos sacerdotes lanzados al monte, desde el cura Merino -cabecilla pionero del combate sin cuartel, junto a Juan Martín- a Trijueque, de quien se invita así a seguirle los pasos: "Es preciso que los curas echen llave a la parroquia, se la guarden en el bolsillo y, cogiendo una escopeta, con sable y dos pistolas, corran al campo a enseñar a los patriotas de su deber".

En las descripciones del narrador, los conventos de los extrarradios devienen en importantes barricadas para las partidas, y en las iglesias que no han quedado vacías y precintadas, porque los monjes se han diseminado por la provincia a "predicar la guerra" (muchos de ellos "pedían que se les señalase el puesto de mayor peligro"), o que "no celebraban oficio, porque frecuentemente cura y sacristán se habían ido a la partida", los púlpitos constituían un importante vehículo de propaganda. Desde ellos, se lanzan "bonaparcianas" oraciones de conjura y se exhorta a combatir a los franceses -como en el pasaje de Zaragoza- "con un furor místico inspirado en el libro de los Macabeos". Así pues, más allá de Mao o el Che, cabe inferir en Galdós un precedente, además, de la llamada al combate de algunos teólogos de la liberación -Cardenal en Nicaragua, Ellacuría en El Salvador...- El autor de los Episodios nacionales no pudo vislumbrar, claro, que su Empecinado, extraído de principios del siglo XIX, se catapultaría multiplicado hasta las postrimerías del XX. Y quién sabe si sus predicciones continuarán vigentes en el presente siglo, a partir de la iluminada espontaneidad que confiere a su personaje como modelo de cualquier guerrilla ("Se había lanzado al campo con dos hombres, como don Quijote y Sancho Panza, y empezando por detener correos, acabó por destruir ejércitos"); y, sobre todo, por su definición irreductible en los campos y villas de cualquier continente: "Las veredas son nuestra única ciencia militar".