A Jim Harrison las historias se le caían de los bolsillos. La fecundidad de su literatura trae a la memoria la de ciertos nombres de la gran épica continental, tan ligada al territorio y al paisaje: Melville, Matthiessen, Stegner. Esa épica de la vastedad y del hombre inscrito en su seno, animal ínfimo pero sublevado, un Prometeo levantisco. Es el relato de los espacios sin límites, de las gestas violentas, del nacimiento de un alma americana que D. H. Lawrence fijó mediante cuatro adjetivos: "dura, solitaria, estoica y asesina".

Leyendas de otoño es una feliz muestra de la pasión de Harrison a la hora de acometer la crónica de la desmesura. El libro está compuesto por tres novelas breves independientes, de variado registro y distinto impacto, pero unidas por un motivo: la revuelta, el desacato. La pieza que da título al libro reconstruye los pasos de un blasfemo de Dios, de un hombre en constante estado de rebelión. Es una historia escrita en apnea, que fatiga casi un siglo a velocidad electrizante, en caballo, tren, barco o automóvil, y que dibuja una oda urgente al individualismo y a las verdades conquistadas, ninguna de ellas tan decisiva como la lealtad con uno mismo. Venganza, la pieza que abre el libro, es incluso más notable. Su revisión del tema de la amistad traicionada, tratado a través de una compleja historia de pasión y narcotráfico, supone un fenomenal estudio de la ambigüedad y propone un brillante matrimonio entre romanticismo y crueldad.

Pero la verdadera pieza capital del libro es El hombre que perdió su nombre, una obra maestra de apenas cien páginas en torno al desconcierto de la mediana edad y a la necesidad no de escapar del mundo, sino de escapar hacia el mundo. La preposición es aquí clave, porque los personajes de Harrison son siempre sujetos en crisis, hambrientos de sentido. Y Nordstrom, el protagonista de esta historia de redención, resulta memorable. Su decisión de desembarazarse de todo (afectos, posesiones, emblemas del poder) para acabar como cocinero en una pequeña población de Florida, esconde algo más que una alegoría. Retrata una ambición inversa, la de dejar atrás las apariencias para conquistar la realidad de una condición desnuda, sin otra verdad que la del día que transcurre, y que Harrison no sólo plasmó en sus magníficas ficciones, sino que encarnó en su no menos magnífica vida, hasta satisfacer cierta idea que Filliou cifró en una sentencia: "El arte es lo que vuelve la vida más interesante que el arte".