Un viejo experimento del fisiólogo suizo y Premio Nobel de Medicina Walter Rudolf Hess, en los años veinte del siglo XX, determinó que en el hipotálamo se encontraba un circuito que podía desencadenar reacciones violentas, o bien reacciones instintivas como el sexo o el hambre. Hess tomó a un gato y estimuló con un electrodo las neuronas de su hipotálamo, y el felino se lanzó con furia contra otro animal y lo mató.

El tenebroso neurocientífico español José Manuel Rodríguez Delgado se hizo famoso por sus experimentos, en los años sesenta, en los que lanzaba a toros bravos a morir topando o bien los frenaba en seco a un toque de su mando electródico. En cierta ocasión, implantó a un hombre un electrodo en la amígdala mientras tocaba la guitarra, y el hombre procedió a dejar la guitarra, dejar de cantar, lanzar el instrumento destrozándolo y empezar a golpear una pared. En otros casos provocaba el profesor Delgado un intenso deseo sexual que terminaba en orgasmos.

Existe en el cerebro humano una idéntica área hipotalámica, propia de los mamíferos, y se ha seguido estudiando hasta reconocerse ahí un específico circuito de rabia y agresividad, al alimón. En el cerebro humano, muy socializado, la corteza prefrontal puede tomar el mando de esos instintos más primarios de agresividad, poniéndoles un límite. Si estudiamos las prisiones como reservorios de comportamientos agresivos que han sido penalizados, observamos que un 93 % de los prisioneros son masculinos (en EEUU, en 2018, según Douglas Field), lo cual relaciona sexo masculino y agresividad, siendo que en la misma zona del hipotálamo conviven el impulso a la copulación y a la agresión, lo cual también se constata en ratones de laboratorio. Otros estudios como el del psiquiatra alemán Bernhard Bogerts, en Magdeburgo, han constatado que el 42 % de 162 presos violentos mostraban anormalidades cerebrales en amígdala e hipotálamo, contra sólo el 26 % de 125 presos no violentos.

De todo esto podemos extraer las siguientes observaciones. El ser humano, como continuum morfológico del clado de los mamíferos placentarios, es una máquina biológica que, con simples aportaciones eléctricas con electrodos, resulta excitado hasta comportarse casi mecánicamente sin atender a razonamientos, tal cual un acto procedente del sistema simpático o del parasimpático. Es más, algunas malformaciones o tumores, como el denominado glioblastoma multiforme, pueden convertir al sujeto en un asesino peligroso, tal cual se expone como ejemplo en el caso de Charles Whitman, agosto de 1966, quien mató a cuchilladas a su madre, a su esposa, subió a la azotea de un edificio en la Universidad de Texas con armas y 700 cartuchos y asesinó a 14 personas e hirió a otras 30. Y dejó una nota, informa Douglas Field, en la que recomendaba estudiar su cerebro después de su muerte para constatar si tenía algún trastorno mental. Se confirmó que tenía un glioblastoma multiforme.

El humano es un mero robot biológico, con ciertas dosis de autoconciencia aisladas. Los planteamientos ante esto, por parte de neurólogos y juristas, teniendo en cuenta además que los jóvenes todavía no tienen desarrollados los circuitos prefrontales que moderan las reacciones hipotalámicas y parahipotalámicas y, por tanto, no son del todo conscientes de sus actos, se encaminan, como propuesta, a que se determine la declaración de irresponsabilidad de jóvenes y de sujetos con malformaciones cerebrales de los circuitos de agresividad. La cuestión no es baladí si extendemos la hipótesis a que ningún acto es responsable, dado que cualquier falta penal será consecuencia de un mecanismo del robot biológico, por muy sutil que sea, pero al fin nunca procedente de un libre albedrío, albedrío que es el que siempre persiguen los códigos penales modernos, pues los antiguos y militares eran capaces de convertir un cañón o un arma en sujetos penales si provocaban por su mal funcionamiento alguna desgracia.

En fin, si le damos una solución feminista a esta configuración humana, habría que buscar la manera de cercenar alguna parte del hipotálamo de los hombres, aquélla en la que se aloja, a la vez, el sexo y la agresividad, y proceder luego, para cumplir con la reproducción, a la gestación no por copulación sino por métodos in vitro.

O eso, o reconocer que es la naturaleza misma, que nos ha creado como robots biológicos, el origen de la violencia masculina, siendo el heteropatriarcado una materialización desarrollada de esa misma naturaleza biológica, como la mantis religiosa, pero mudando el papel masculino en femenino y viceversa. En este sentido la reacción social contra este fenómeno de agresividad biológica no es sino el equivalente al control del córtex prefrontal en los seres humanos para frenar los impulsos violentos, lo que en términos sociales ya se materializa en penalizaciones jurídicas que, aun vulnerando derechos individuales, serán imparables porque dimanan de un ser superior al individuo, superior al robot biológico, cuya individualidad subjetiva queda en suspenso.