Esta semana ha sido un poco accidentada. El fin de semana tuve la oportunidad de conocer al círculo de amistad de mis anfitrionas en la isla. Nos reunimos en casa de Tiki. Este ingeniero informático tiene en su casa una colección de animales exóticos, una excentricidad común de los ricos asiáticos. En esta peculiar granja destaca una monstruosa pitón Birmana albina, de unos cien kilos de peso, no sabría decirles cuanto mide pero estoy seguro de que podría engullir al elefante de Saint-Exupéry.

Todos los asistentes eran filipinos excepto yo, aunque casi ninguno era Visayas. Esto es cada vez más común en las grandes ciudades debido a la migración. Marco es prácticamente español aunque no habla la lengua. García es su apellido. Su esposa, según decían todos la mejor repostera de Cebú, se llama Jia Limtong y sus ancestros proceden de China.

Las hermanas, que junto con Jude han hecho mi vida mucho más fácil aquí, Angel y Tisay, se apellidan Briones. En sus rostros no queda atisbo de ADN español pero su apellido es riojano.

Comimos lo tradicional para estas ocasiones; lechón y longaniza, aunque algún trozo de pizza volaba por allí, todo acompañado con cerveza San Miguel. Me preguntaron por Cataluña. Madre mía, es el centro de la conversación incluso al otro lado del mundo. Y se interesaron por las peleas de gallos pues se habían enterado de que había estado fotografiando las riñas ese mismo día.

Como fotógrafo documental no puedo resistirme a una buena historia, así que aprovechando la ocasión decidí ir a las peleas de gallos, algo muy controvertido fuera de aquí pero que en Filipinas está muy arraigado en la cultura. Dicen que los españoles las trajimos aquí, aunque he leído que proceden de China. Probablemente esta tradición hizo la ruta de ida y vuelta desde Asia a Europa y América, en el mítico Galeón de Manila que unió los tres continentes durante más de dos siglos.

Allí estaba yo explicándole a un grupo de filipinos como eran las peleas de gallos en Filipinas.

Me presenté en el Gran Tejero Arena (GTA), propiedad de Yon Yon, un buen amigo de todos los presentes. Ya había estado allí unos días antes para hacer algunos retratos, pero había vuelto para tratar el tema más en profundidad. Hace años había hecho lo mismo en las islas.

El espacio tiene forma de anfiteatro techado, con unas bambalinas donde coinciden trabajadores del GTA, jugadores, gallos y casteadores.

El lúgubre lugar no invita a pasar demasiado tiempo allí, pero yo estaba trabajando, así que es algo que ni siquiera te planteas hasta que vuelves a casa. Las riñas, al contrario que en Canarias, duran apenas un minuto porque los animales van pertrechados con unas cuchillas de más de diez centímetros de largo, donde debería estar el espolón. Es una cuestión de suerte, da igual cuan fuerte y preparado esté el ave, solo se necesita un golpe certero y todo se funde a negro para el desafortunado.

Los centenares de asistentes se gritan los unos a los otros, apostando segundos antes del inicio del combate a muerte. Los billetes vuelan, literalmente, de una punta a otra de la Arena, enrollados alrededor de una moneda para poderlo lanzar más lejos. Mucha gente vive solo de esto. El gran premio de ese fin de semana fue de casi 1.500 euros en un lugar donde un buen salario son 350 euros al mes.

Alguien preguntó si queríamos más cerveza y comida, a lo que la mesa respondió:

-¡SI! Eso no se pregunta.

Al poco, el anfitrión apareció con cuatro cubos llenos de cerveza y hielo. Estábamos en una terraza en un segundo piso con vistas a una estrecha calle. Llovía tanto que había momentos en los que había que levantar la voz para hacerse oír pero esto es el trópico, así que la temperatura combinaba bien con la cerveza fría.

Durante la fiesta, otro de los temas que surgió fue los grupos indígenas, porque la mayoría se preguntaba cuál era mi propósito en Cebú. Les dije que estaba intentando fotografiar a los Badjao pero que, por el momento, solo había conseguido un par de reuniones fallidas. Bambam me advirtió que tuviese mucho cuidado, hay que atravesar un poblado chabolista muy peligroso para llegar a hasta ellos y cuando un filipino te habla de peligro no es para tomárselo a broma.

La primera cita fue a ciegas, llegamos sin avisar a nadie, cruzando el barrio peligroso sin ser conscientes de ello hasta llegar a un callejón que parecía no llevar a ningún lugar. Callejeamos entre chabolas de zinc y palés, esquivando mierda de perro y un barro negro que no imagino que puede ser. Este es sin ninguna duda el lugar más sucio y lleno de basura en el que he estado jamás; es prácticamente un vertedero, pero en la orilla de la playa. El nauseabundo olor desaparece al cabo de unos minutos, cuando el olfato se satura y el cerebro desconecta para sobrevivir imagino. Las personas se asean en la puerta de su casa, los niños hacen sus necesidades desde los puentes que unen unos palafitos entre si y las sobras de la cocina vuelan por las ventanas sin pudor alguno. Con marea baja, la arena coralina que debería verse bajo las casuchas es un mar de plástico de todos los colores imaginables. Ahí, justo ahí, es donde se cayó mi lente favorita.

Un niño saltó rápidamente al rescate, pero no hubo nada que hacer, entre el agua salada y la porquería, esta pobre desafortunada no volverá a la vida. Al día siguiente hablé con Fujifilm Europa para ver si podíamos reemplazar esa parte de mi equipo, a lo que respondieron enviándome una desde Japón en apenas cinco días. Tuve que esperar ese tiempo en la isla, cuando ya casi había terminado mi trabajo aquí.

Esmeralda es la hermana del jefe del poblado y Sadina la secretaria del colegio. Charlando con las dos me contaron que el poblado se estableció en las afueras de la ciudad en 1975 por cinco familias y ahora la urbe ha engullido el asentamiento. Realmente está en medio de todo, a solo trescientos metros del tercer centro comercial más grande de Asia. Me contaron la historia de un japonés que trabaja para una ONG en su barrio. Este se enamoró de una chica de la tribu y se casaron. Resulta que una televisión local quiso contar esta historia de amor hace unos meses y como les parecía poco interesante decidieron inventar que Hero, el japonés en cuestión, corría con los gastos de la educación de todos los niños de la tribu y claro, no es cierto. Cuando todos estaban viendo el programa en la televisión el día del estreno, con Hero incluido, se montó un revuelo monumental que dura hasta hoy. Esta es la principal razón que me estaba impidiendo llegar a un acuerdo para hacer las fotos. Habían perdido la confianza en los extranjeros.

Las dos mujeres me emplazaron para dos días más tarde. Esmeralda quería hablar con su hermano pero cuando no estuviese borracho algo poco común al parecer.

Nos presentamos a los dos días en el poblado, pero debido a unos imprevistos fuimos por la tarde. Mala idea. Llegamos y el jefe casi no se mantenía en pie de la borrachera tan grande que tenía. La especie de plaza improvisada en frente de su casa, rebosaba de niños recién salidos del colegio, chillando, jugando, pegándose los unos a los otros y mientras tanto Angel y Sunny, el jefe, hablaban en Cebuano mientras yo trataba de imaginar que estaban diciendo, al mismo tiempo que sonreía y asentía como si hablara el idioma perfectamente.

El jefe nos dijo que la televisión les había pagado cincuenta mil pesos y que eso era lo justo para poder hacer la foto. Unos novecientos euros, obviamente, es algo que ni se me pasaba por la cabeza. De cualquier manera, la buena luz había desaparecido y se hacía de noche, así que teníamos que salir de allí lo antes posible para evitar problemas mayores.

La fiesta acabó y no les pude contar el final de la historia, porque realmente no había conseguido nada. Algunos de ellos me ofrecieron ayuda para tratar de conseguir mi objetivo, pero la realidad es que fue de nuevo Jude Bacalso quien hizo la magia, una llamada al ayuntamiento y todo solucionado.

A mitad de semana nos acercamos a la oficina del teniente alcalde y nos puso a dos trabajadores del ayuntamiento a nuestra disposición. Al llegar al lugar a primera hora de la mañana resultó que de nuevo la plaza estaba a rebosar, había una boda esa misma tarde. La cara del jefe se volvió amigable de repente al ver a los trabajadores del ayuntamiento. La verdad es que me sentí mal, porque estaba forzando la situación pero, para compensar, había traído varias bolsas de comida para que él pudiera apuntarse el tanto y repartirlas entre sus vecinos.

No me gusta dar dinero por mis fotos y mucho menos a un alcohólico, porque se donde van a acabar mis monedas. Prefiero marcharme sin las fotos. Con la comida, ropa o cualquier cosa que puedan necesitar no tengo ningún problema, me parece justo, aunque tengo que decir que muy pocas veces me han pedido algo a cambio de su sonrisa en estos años que llevo fotografiando rostros en Asia.