En menos de cuatro años, entre el verano de 1926 y la primavera de 1930, Pablo Picasso pintó 152 cuadros tan revolucionarios como los de su etapa cubista. Obras de gran expresividad, en su mayoría cabezas o siluetas trazadas con líneas y signos, ejecutadas con el ritmo sostenido de un sortilegio.

"Cuadros mágicos" los bautizó en 1938 el crítico de arte Christian Zervos, que vislumbró en la imaginación del artista un mago capaz de crear formas inéditas para influir en el espectador.

Desperdigados por todo el mundo, el Museo Picasso de París ha reunido 40 para mostrar por primera vez al público una etapa poco conocida del pintor en la que se adivina la potencia dramática del Guernica (1937).

"Todo cambia después de este periodo. Empezando por la libertad en el dibujo del cuerpo. Picasso no habría pintado el Guernica sin este desarrollo", comenta Marilyn McCully, historiadora del arte y una de las tres personas que han comisariado la exposición.

El recorrido se abre con Arlequín, lienzo de 1927 que condensa la filosofía de la propuesta. "El arlequín es el maestro de la ilusión, de las metamorfosis, no se sabe nunca donde está ni qué aspecto tiene", resume Emile Bouvard, conservadora del Picasso.

Magia, secreto, metamorfosis, símbolos y mitos construyen el relato expositivo en torno a cabezas, figuras y lienzos del estudio de Picasso, visto aquí como el laboratorio de un alquimista.

"El gran descubrimiento de estos cuadros mágicos es su carácter enigmático. Es un lenguaje cifrado, como los ideogramas egipcios o el lenguaje secreto de los espías. El que le servirá para desplegar la obra de sus periodos más conocidos", apunta Bouvard. Son obras que desestabilizan y que han sido interpretadas como radicales e incluso violentas. Obras "difíciles", admite la conservadora del Museo.