El plan inicial era viajar a Filipinas, pero en el último momento decidí ir a Vietnam por dos razones. La primera porque las compañías que viajan desde Célebes a Filipinas abusan con los precios, prácticamente, el precio es el mismo que el vuelo Madrid-Bangkok, y segundo, porque tuve malas experiencias en ese país la última vez que estuve y, sinceramente, no me apetecía demasiado. Tenía la esperanza de que Vietnam fuera más sencillo. Solamente necesitaba dos grupos étnicos porque el resto ya los había fotografiado hacía un año.

Al norte de Hanoi están los Dao, H'mong, Tay y los La Hu, entre otros. Todos ellos bastante similares entre sí, aunque interesantes. El cáñamo, de la familia de la marihuana, crece salvaje allá arriba, lo fuman, lo usan para extraer aceite de sus semillas, para hacer tejidos,... Recientemente, el gobierno vietnamita, cediendo a presiones externas, a empezado a prohibir su consumo, cambiando y alienando las culturas de la parte más septentrional del país.

En mi primer día en Ho Chi Minh (antigua Saigon), en un supermercado fui testigo de algo mucho más bizarro que los funerales Toraja. En una tienda 24 horas, en frente del hotel, mientras trataba de comprar algo de chocolate, observé a una adolescente haciendo cola, llevaba el uniforme de un colegio cercano. Se me acercó, cuando andaba entre los pasillos y me dijo algo que no entendí. Le volví a preguntar y con sus manitas hizo el mundialmente conocido gesto de, tener sexo, mientras de su boca salía la expresión bumbum with me (sexo conmigo). Le espeté un ¡no! y una mirada de desaprobación que solo tuvo el efecto durante unos minutos, porque cuando me marchaba, después de pagar, hablaba con otro occidental cerca de la puerta, bajo la indiferente mirada del empleado de la tienda. En estos momentos de cruda realidad me dan ganas de sentarme en el borde de la cama y echarme a llorar.

Desayunando al día siguiente, en un bar cercano, se me acercó un joven que vendía gafas de sol, uno de tantos que se acercaron a vender algo o pedir dinero, en apenas 15 minutos. Después de decirle que no necesitaba, me ofreció, marihuana, éxtasis y cocaína, hacía solo media hora que estaba en pie y ya me estaban fastidiando el día. De repente, el dueño del bar le gritó algo en su idioma mientras agitaba el escobillón en el aire y el tipo, simplemente, desapareció entre el tráfico infernal de la calle. Estuve hablando con él un rato y me contó que es argelino y que lleva cuatro años en el país, que había huido del país después de la primavera árabe, por miedo a una revolución violenta y que le habían hablado muy bien de Vietnam. Se había adaptado bien, pero era muy creyente y no soportaba toda la perversión que había en esta ciudad; que quería marcharse a otro lugar.

Ahora sé por qué hay tantas personas que me decían que habían tenido una mala experiencia en Vietnam cuando la mía fue siempre tan positiva. Hoy, en 2019, después de la unificación, siguen existiendo dos Vietnam, norte y sur. La capital del sur es, para quien no le importa ser testigo de la cosificación de la mujer, para quien no tenga sensibilidad por la vida humana o de otras especies, para quien no le importa el ruido y la contaminación, en definitiva para quien busca lo mismo que en cualquier zona de drogas y mala música de occidente, pero con la peculiaridad de que aquí la gente es más bajita y tienen los ojos rasgados.

En el centro del país, en Pleiku, me había documentado sobre dos grupos muy interesantes, los Jarai y los Bahnar. Para visitar a los primeros, hay que pedir un permiso especial que concede el gobierno vietnamita. Esto no tiene nada que ver con la protección cultural, ni nada que se le parezca, todo es una consecuencia de un levantamiento tribal que se produjo a principios de los 2000, cuando los turistas llegaban en masa a visitar a estas tribus, vendidas por el propio gobierno como casi hombres de las cavernas. El caso es que el gobierno, poniendo esta serie de restricciones y cobrando por el permiso 30 dólares, consigue matar dos pájaros de un tiro. Primero les mantiene alejados de influencias subversivas y por otro lado les mantiene pobres como perros, con lo cual solo pueden pensar en qué van a conseguir para comer al día siguiente y no en rebelarse contra el poder central.

Pude conseguir el permiso, pero cuando llegué al lugar no me dejaron pasar de ninguna manera. Había una especie de jefe del pueblo que según mi guía tenía mucho miedo y a pesar de tener el papelito no hubo forma de convencerle. Afortunadamente, hay otras aldeas en las que se puede entrar. Eso no lo sabía con anterioridad porque en ese caso no habría pagado por el dichoso permiso.

Los Jarai viven en un vasto territorio del sureste de la península de Indochina. A ambos lados de la frontera entre Camboya y Vietnam. Son una sociedad matrilineal, algo poco común que los hace incluso más interesantes.

Los Jarai o Gia Rai son animistas, creen que todos los objetos, lugares y criaturas tienen espíritu. Cuenta la leyenda que el pueblo Gia Rai fue bendecido con una espada sagrada que vino del cielo. Esto les proporciona fuerza, valor y sabiduría. El animismo Jarai está estrechamente relacionado con la selva, a la que rinden culto. Creen también en tres figuras espirituales, el Rey del fuego, el Rey del agua y el Rey del viento, de los que depende todo en sus vidas, sus cosechas, sus poblados. Dicen que estos tres espíritus pueden influir incluso en pequeñas cosas del día a día y que si actúas mal se te castigará de una manera u otra.

Sus costumbres en torno a la muerte, al igual que los Toraja de Indonesia, con los que están emparentados, son complejas e interesantes. Cuando la persona muere se la entierra antes de tres días, justo el tiempo que se tarda en construir un tumba provisional. Son un pueblo semi-nómada, aunque hoy en día la mayoría han dejado atrás esa costumbre. La cuestión es que tardan años en conseguir el dinero para lo que ellos llaman la ceremonia de liberación. Tras el entierro, la familia debe conseguir el dinero para esa celebración, en la que se sacrifican animales, con el búfalo como actor principal de la ceremonia. En un remoto pasado llegaron a sacrificar seres humanos en estos rituales.

También deben construir una especie de mausoleo, bien decorado, con estatuas en madera que representan a los miembros de la familia del difunto, normalmente con expresiones de tristeza por la pérdida. Hacen ofrendas con comida, bebida, instrumentos musicales como el gong, que ayuda con su sonido a pasar al otro lado... Para conseguir ese dinero se tardan años, en los que la familia debe cuidar de la tumba y entretener al difunto hablándole o cantándole. Durante ese tiempo no pueden moverse del lugar, así que su modo de vida nómada se interrumpe durante ese periodo. La razón por la que el ritual se llama de liberación es porque una vez se realiza abandonan la tumba para siempre y se mudan de lugar. Son libres otra vez para ir a donde quieran.

Los Bahnar, también emparentados con los anteriores, tienen unas costumbres similares. Construyen las Nhà Rông o casas comunales que utilizan para eventos especiales, reuniones masculinas y festividades, entre otras cosas. A modo de gran palafito, sobre troncos de grandes árboles y con un techo a dos aguas cubierto de paja, se elevan hasta 15 ó 20 metros según mis cálculos. El motivo de esta descomunal altura, es porque como viven en la jungla, cuando se pierden, sobre todo los niños jugando en los alrededores, pueden ver el tejado desde la distancia y encontrar el camino de vuelta a casa.

Ambas culturas están desde hace décadas amenazadas, especialmente después de la reunificación del país, en el 75. El nuevo gobierno prohibió muchas prácticas religiosas en el país y el animismo fue una de ellas. Esto provocó que algunos huyeran a Camboya, pero otros muchos se quedaron y fueron convirtiéndose dejando atrás, poco a poco, su ancestral cultura. Por otro lado, los misioneros evangelistas, especialmente procedentes de Estados Unidos, han ido aniquilando todo vestigio de diversidad cultural allá por donde pisan, como Atila el Rey de los Hunos. Especialmente en Asia, donde se han esforzado en aprender idiomas tan complicados y minoritarios como estos, para luego traducir La Biblia y convencerles de que sus creencias no son nada y que el único Dios posible es el de ellos.

El 16 Noviembre de 2018, John Allen Chau de 26 años y misionero evangelista, entró en contacto con los Sentineleses, en el mar de Andaman, y tenía la absoluta certeza de que su Dios le protegía. Quería expandir su palabra más allá de donde podía. La tribu, tremendamente agresiva con los visitantes externos, le mató ese mismo día. India, prohibe incluso la aproximación a la isla Sentinel, por seguridad y especialmente por proteger la cultura de la zona pero, para algunas personas, la ley de los hombres, sobre todo, si esos hombres son considerados subdesarrollados, no vale nada.