Solo estoy preparado para las cosas que la gente no ve

Manuel Padorno

¿Qué vería Padorno cuando se asomaba a su ventana? Instalado en la esquina del asombro, en la proa de Punta Brava, en aquella casa que era como un paquebote a punto de zarpar o zozobrar. La casa en el mar fue la última piel del poeta. "La larga playa entera el cuerpo tuyo", escribió recién llegado a esa orilla en donde la vida se recogía hacia el origen. Los años en Punta Brava fueron los más fecundos para su pintura y su poesía. En esa casa retomó el proyecto de ir conformando una cosmología atlántica, que empezó por el desescombro del "hombre que comienza en una playa aún sin terminar". A los pocos años de su regreso a Las Palmas de Gran Canaria, se fue a vivir a esa casa que pasó a ser una extensión de su cuerpo. Había tomado lo que él llamaba "el desvío" para propiciar ese encuentro decisivo con el mar y, a cambio, el mar le entregaría los materiales con los que alimentar el diálogo más fecundo de su vida como creador. Aquel viaje no pudo cerrarse, pero duró lo suficiente para permitirle entrar a ese otro lugar que quedaba fuera de sí mismo, y que llegaría a ser la única forma de "perpetuar ese momento pasajero de cuando el mar comienza a verse como una carretera infinita, de perpetuar ese momento pasajero de cuando el oleaje comienza a oírse distinto, de cuando el graznido de la gaviota comienza a oírse diferente, de cuando uno tiene la sensación de que la gaviota exterior raya el horizonte y sale 'afuera', de cuando uno tiene el deseo y la sensación de dar el gran salto, la zambullida atlántica, en el incendio del mediodía; de cuando uno renuncia a los convencionalismos y a la rutina inmensa y comienza a frecuentar lo infrecuente".

¿A dónde llevaría esa carretera que partía de la calle Gravina para adentrarse en el Atlántico? Esa carretera está en el origen y en el final del camino. "Salgo y camino hacia mí mismo", escribe Padorno cuando intuye que ha alcanzado ese lugar en el que uno sabe quién es. El náufrago sale a merodear, a desvelar lo que nadie más puede ver: la luna al mediodía, la nube rosa, el vaso de luz. La pintura se vuelve más luminosa mientras el mar se va abriendo a nuevas preguntas. Al reencontrarse en el Atlántico, su pintura abandona la retícula urbana. El mar había sido el espacio de las primeras certezas. En su poemario A la sombra del mar, escrito veinte años atrás, ya había entendido que el mar era su casa, el taller donde construir su cosmología atlántica, el lugar donde "vivir, la luz, el aire" . Él mismo reconoce que este poemario va a estar íntimamente conectado con el Nómada Marítimo, pues ahí "están poéticamente esbozados algunos de los motivos o temas luminosos a los que volveré más tarde, tanto en pintura como en poesía". En los años ochenta, había comenzado a dialogar con la obra del artista Clyfford Still, a quien dedica dos poemas del libro En absoluta desobediencia. Still había sido también un outsider que rechazaba el mundo competitivo del mercado del arte y los museos. Manuel siente que conecta con su búsqueda espiritual a través del paisaje. Él siente que Still también era sensible a ese incendio en el que todo queda abrasado por la luz, igual que la retina se descompensa cuando hace el tránsito de la oscuridad a la claridad del exterior. Estos cuadros de Padorno parecen grabados por las radiaciones como si, antes de pintarlos, el artista se hubiera quedado encandilado tras un violento fogonazo que acaba velando el paisaje. Esa claridad le permitiría descubrir el negativo de una realidad que podía trasladar al lienzo en campos de energía, antes de empezar a reconstruir el paisaje tras el incendio.

Todo es móvil en esos grandes cuadros con los que Manuel envuelve nuestra mirada, y en los que, paradójicamente, va a ir cobrando importancia lo pequeño: los objetos más humildes que quedan a la deriva en esa nueva realidad que le permite ir modulando notas de color. En estas composiciones, hay cierta experimentación rítmica con los objetos. Conforme va adentrándose en esa indagación del Nómada marítimo, la pintura va descomplejizándose. Ya en el Tríptico de después del naufragio, el mar se repliega, se hace interior, delimitado por el espigón. Esos bodegones de objetos cotidianos flotan ahora en armonía, aquietados en la bajamar. La aventura de caminar la playa consiste en dejar "abierta el alma, absolutamente, a los rumores, los olores y el sentimiento, el sentir del hollar, del caminar, los pies sobre la arena? vivir es la gran droga". En ese reencuentro con el mar, Padorno descubre su condición de superviviente de un antiguo naufragio, pero ya ha ganado su lugar en el mar: el lugar donde el poeta deposita todas sus esperanzas. El Atlántico se convierte en una invención que él construye para reconciliarse con la vida. El nómada sabe que ha llegado al lugar donde vivirse. Ese mar sobrevenido se va a ir dibujando interiormente, hasta construir ese espacio cotidiano a partir de lo nunca antes visto, y donde empieza a cobrar forma su cosmología atlántica. En la pintura, en la poesía de Padorno, el mar es el gran lenguaje. A él se dirige para desentrañar su pensamiento. El artista sabe que debe habitar la paciencia para rozar "lo invisible". Paciencia para pedir al campesino que le enseñe a entender el copo de la lenteja; paciencia para preguntar a los pescadores por dónde entra el viento. Lo invisible está latiendo afuera, pero el desvío es hacia uno mismo. Como en los paseos atentos de Robert Walser, Padorno comprende que la cosmología atlántica requiere una épica de lo pequeño, de lo más humilde. Esa es la sustancia de este oficio indecible: su inagotable curiosidad, su mirada para lo menudo, para todo lo que escapa a los demás. Nos parece oír a Padorno cuando Walser escribe: "Yo me había convertido en un interior, y paseaba como por un interior; todo lo exterior se volvió sueño, lo hasta entonces comprendido, incomprensible" . Padorno va recogiendo algunos objetos que la marea deposita en la playa. Anota la fecha del hallazgo. Es el cuaderno de bitácora del náufrago. Intenta ordenar las imágenes que llegan desmadejadas a la orilla: la gaviota, la nube rosa, el vaso de luz. Este mano a mano con la entropía estaba en su naturaleza. A medida que Padorno se alimenta de nuevas imágenes, según se adentra en el paisaje queriendo ordenarlo, aumenta el caos. Pregunta al mar sabiendo que jamás alcanzará su verdad, de ahí que la pintura se agite en ese perpetuum mobile que ha venido alimentando las turbulencias de su vida. Con todo, estamos ante su etapa más hedonista y serena. Salir al desvío para Padorno no era un acto de evasión, sino la mejor prueba de que, en sus últimos años, su voluntad no era otra que la de seguir dialogando con la vida.