Ningún personaje tan viejo como el Joker es un único personaje. Sobrevivir en el siempre complicado y más habitualmente de lo que nos gustaría perdido barco del cómic (o de su hijo hipertrofiado, el cine) es imposible si a uno no lo reinventan unas diez o doce veces.

Creado en 1940 a partir de una idea de Jerry Robinsosn que Bob Kane desarrolló (la cursiva significa que muy probablemente la robó, como hizo también con la idea de Batman) junto a Bill Finger (que sí que creó cosas de verdad, aunque luego las registrara Kane), su primera encarnación fue la de un bufón de poca monta, un delincuente hazmerreír que usaba estrategias de vodevil para cometer delitos de poca monta que Batman impedía heroicamente. Una y otra vez. Y otra vez, y otra. La conocida como Edad De Oro del cómic americano era más repetitiva y simple que la cuarta temporada de The Big Bang Theory y solo es posible disfrutarla desde los ojos de la nostalgia del que fuera niño en 1940. Si es ese su caso y está leyendo esto, le felicito por su buena vista a estas edades. Si no, pues ya sabe usted lo que hay si le da por hacer arqueología tebeística. Encontrará, eso sí, conceptos interesantes, como que Batman llevaba pistola y no tenía muchos reparos a la hora de matar, y no encontrará el origen del Joker. Porque no existe tal cosa.

Vamos a dejar una cosa clara: el Joker está loco y, según el canon de DC Cómics, ni él mismo recuerda su origen. Cada vez que lo cuenta, miente. El que se asume como más probable es el que Bill Finger esbozó en una historia de 1951: un criminal de poca monta llamado Capucha Roja sufre en accidente, se quema la cara con productos químicos y se vuelve loco. Esa misma historia, oscurecida, la usaron Alan Moore y Brian Bolland en La Broma Asesina, el cómic que mejor ha retratado la extraña relación entre héroe y némesis. Leídas ambas, es difícil pensar que el bufón con aires de patán de la primera sea el mismo psicópata que secuestra, tortura y deja paralítica de un disparo a la joven hija del comisario Gordon en la segunda. Tampoco es sencillo identificar a estos dos con Heath Ledger en El Caballero Oscuro y a ninguno de ellos con el elegante gentleman loco que fue Jack Nicholson en la película de 1989 dirigida por Tim Burton y en la que le pusieron, casi cincuenta años después de su creación, nombre: Jack Napier. Nombre que sería retomado por Sean Murphy para su saga El Caballero Blanco, en la que el Joker tiene dos personalidades, la de Napier, un hombre bueno y decente, y la del psicópata asesino. Pero la identidad de Napier solo se ha usado en historias imaginarias (no como las otras, que son reales, claro? Bueno, ustedes y yo nos entendemos), y, oficialmente, el Joker sigue sin tener una identidad clara.

No le hace falta. El Joker no tiene identidad: tiene encarnaciones. Desde el criminal circense del inicio hasta el psicópata capaz de dejar paralítica a una menor de edad o de golpear hasta la muerte a un niño, el segundo Robin Jason Todd en la saga Una Muerte en la Familia, han pasado miles de Jokers. En los cómics ha sido además de lo visto hasta ahora, y juro no inventarme nada: Lex Luthor, Martha Wayne (la madre de Bruce Wayne), Dick Grayson (el primer Robin), el asesino de los padres de Batman Joe Chill e incluso, en una de las más emotivas historias cortas escritas por Neil Gaiman, Alfred el mayordomo, que habría creado todo un mundo de fantasía para aliviar el dolor de su traumatizado jefe.

Ahora Joaquin Phoenix nos trae a su versión del personaje, llamado Arthur Fleck y que, según han reconocido los autores, es solo un personaje que usarán como excusa para hablar de otras cosas. Eso solo puede ocurrir porque el personaje ha trascendido el medio y se ha convertido en icono pop. El Joker no es ni Jack Napier, ni el psicópata asesino, ni Arthur Fleck ni, afortunadamente, el Joker malasañero de Jared Leto. Tampoco es mi favorito, el César Romero de la serie televisiva de los 60 del siglo pasado. El Joker es una idea que ya conocemos todos y lo demás solo son los diferentes diseños del maquillaje del payaso.