"Me negaron el pan y la sal, pero comí de lo otro". La primera vez, y luego la mayoría de las veces, que le escuché decir ese hermoso y digno aserto fue a propósito del recurrente rechazo -tanto oficial como oficioso- a ser considerado un pintor de valía autónoma, y no como un poeta que, a ratos, se entretuviera coloreando bricolaje. Esa plegaria se la tomó prestada a unos versos de Francisco Pino, pero a diferencia del poeta castellano, y aun siendo igual de incunable, Manuel Padorno -oficiante indecible, como le adjudica el certero título de esta muestra definitiva, y artista integral e irreductible- era cualquier cosa menos un conformista místico. Es más: a su juicio de buen cubero de la tribu, no lo es nadie o casi nadie en nuestro entorno insular atlántico, por más que el medio incite a parecerlo a la zorruna, disimulando el runrún, como una mera táctica que pocas veces llega a estrategia; pues, como diagnosticó con lucidez en Desnudo en Punta Brava: "No hay nada más engañoso que la mística al sur del mar atlántico". Y si algo muestra esta asombrosa y vitalista exposición, llena de luz propia, apabullante y amable a la vez, es que, como artista plástico, a secas, Manuel Padorno en absoluto murió de inanición. El pasado lunes, 30 de septiembre -día de su 86 cumpleaños-, se paseó redivivo por las geométricas y boyantes estancias del espacio cultural tinerfeño, satisfecho -y agradecido, sobre todo, al tesón de su familia- por la fecundidad con la que él mismo ha podido venir trabajando (y sin necesidad del pan y la sal) desde su desaparición, en 2002. Pues, al contemplar esta muestra de ímprobo trabajo -comisariada por su hija Patricia y Álvaro Marcos-, uno se pregunta extrañado de dónde diablos sacó el tiempo este militante de la "anarquía, nómada mía" (o este monster, como se llama en algún autorretrato) para tanta realización de la otra mano. Es como si su temprana devoción por el Poema del Mío Cid le otorgara ahora cierta aura de resucitado Campeador...

Pues lo cierto es que, más allá de sus parcialmente difundidas series de Nómada marítimo y Nómada urbano (valga la redundancia para quien fundara, inextricablemente, en cualquiera de sus expresiones artísticas, la ciudad del mar), penden aquí decenas de series de cuadros y láminas de valiosa factura, hasta ahora ignotas, incluso, para algunos conocedores de su pintura. ¿De dónde, pues, ese manco ninguneo hacia la otra mano del artista ambidextro?

Sobre una idea que ya destacara Eduardo Westerdahl en el catálogo de una muestra suya, en 1982, Juan Manuel Bonet lo dice sin ambages al arranque de su esclarecedor texto (definitivo para conocer la autónoma genealogía de Manuel Padorno: El pintor, como con tino se titula); "Un poeta que pinta es, en España más que en ningún otro país, un bicho raro, alguien difícil de catalogar". Y lo más grave aún, agregaríamos, es que de consagrarse doblemente, también los poetas dirían que era un pintor que escribía...

No es el caso. Porque, en parte, la manquedad, o el eclipse de su mano de pintura, se debe a que Manuel Padorno es un poeta extraordinario, y además un poeta que pinta el verso, matérico. "Cada palabra es un objeto real, no solo fónico, sino escrito: dibujado", dirá, para no hacer distingos, además, entre lienzo página: "Hay que meter la mano a través de la página en blanco. La página se ha hecho profunda, de una profundidad abisal". También se debe a que, entre sus múltiples oficios indecibles, no se hallaba el de gestionar su autopromoción, como señaló emotivamente su viuda, Josefina Betancor, durante la presentación, para agregar que el principal oficio de Manuel Padorno era uno, importantísimo, que ya no está en boga: el de "meditador".

Hace bien Bonet con citar como espejo de fondo la figura de William Blake, otro (bicho raro) artista integral y uni-génere, moderno por extemporáneo, en quien se aúnan también poesía y pintura, más grabado, dibujo y diseño gráfico (por aquí su faceta de Mateo Alemán). Pero el hecho de que el poeta y el pintor -¡y el bohemio nocturno animador cultural!- resultan inextricables, pues son el mismo Manuel Padorno (uno y trino, como muestran los logrados vídeos de la muestra, de Miguel G. Morales, con cruzados testimonios, por ejemplo, de Caballero Bonald, Rafael Canogar y Martín Chirino), no quiere decir que lo sean su pintura y su poesía. Mucho más de lo que en vida podía parecer, esta exposición revela que sabía mantener los dos carriles bifurcados.

Con la salvedad de Giotto y Philip Guston, sus dos influjos esenciales, por transicionales (el primero en la perspectiva inaugural; el segundo por el insólito y hereje nomadeo de la abstracción a la figuración), y que están, por eso mismo, en el vértice de ambas dimensiones padornianas, en poesía rinde tributo, eminentemente, a sus escritores predilectos, y en pintura homenajea en abundancia (además de a arquitectos: Peter Eisenman, Frank Gehry, Sáinz de Oíza, Alejandro de la Sota, Rafael Moneo...) a numerosos artistas próximos: Rothko, Morandi, Cézanne, Manet... o los serializados Munch, Gaugin, Mondrian o Manolo Millares, a quien dedica, en 1982, unas inquietantes arpilleras lisas y de colores esperanzadas, como si quisiera redimir al amigo de su visión tenebrosa y de su propia muerte, apenas un lustro atrás..

Quién sabe si tan generosa profusión de homenajes explícitos -allí donde otros pillan y callan- también ha contribuido lo suyo al eclipse de su otra mano. Y, tal vez, algunas sus imprecisas reflexiones antropoéticas puede que hayan sido piedras contra su propio tejado; pienso, por ejemplo, en esto que le dijera a Juan Cruz en la entrevista-prólogo de su antología de la Biblioteca Básica Canaria: [A los canarios] "nos va mejor así, la indefinición"... Si entonces pudo tener su elocuencia, hoy resulta inadmisible. ¿En la indefinición nos va mejor... para perpetuarnos en no ponderar la valía de los auténticos creadores? En cualquier caso, concluir que tras encenderse las velas, el otro día, en el Espacio Cultural de su ciudad natal, sencillamente, oí crecer a Manuel Padorno.