Josefina Betancor, en el acto inaugural de la exposición Manuel Padorno. Un oficio indecible, sugería que acaso, en esta época tan poco comprensible para ella, la pintura de Padorno comenzase a entenderse mejor. La agilidad y el riesgo de sortear fronteras, de mezclar lenguajes diversos, de ir de lo más subjetivo y arbitrario a lo más objetivo, de establecer analogías en el tiempo, de desplazarse en la red por espacios que hacen simultáneos signos y señales diversos?, ha devenido una suerte de veloz nomadismo que, en cierta forma, Manuel Padorno apunta en su obra, sin prejuicios, sin temores, sin cautelas, y que aparece ya incesantemente en sus series de Nómadas urbanos, Nómadas marítimos?

Esta posibilidad de comprensión es viable hoy por el enorme esfuerzo planteado por los comisarios Álvaro Marcos y Patricia Padorno, y por la Fundación CajaCanarias, al reunir una amplísima producción pictórica, prácticamente desconocida, y que el artista desarrolló de forma constante en poco más de veinte años, aunque con antecedentes en carpetas y cuadernos como Charing Cross o el Cuaderno USA, de comienzos de los setenta.

Ciertamente, la obra de un creador comienza a verse con mayor precisión cuando ha transcurrido el tiempo y las piezas se alejan de las circunstancias y contextos más inmediatos. El discurso creador, por así decir, inicia su vida nueva, con receptores que transforman la obra y la enriquecen, aun siendo portadora de la vitalidad con que el pintor la concibió. Esta exposición, Un oficio indecible, permite ver a Padorno, en efecto, con toda su fuerza expresiva. Y permite advertir que su obra pictórica crece en significación.

Detrás del Nómada urbano (Interior) dedicada a Morandi está el objeto del artista italiano, una botella, en una superficie donde se agitan pinceladas, como salidas de una procelosa visión. Junto a la concepción geométrica y arquitectónica del espacio de otras series de Nómadas surgen los colores que se desplazan con fuerza, con el deslizamiento ágil de la mano del pintor, a menudo en diversos ritmos, con distintas intensidades: la arquitectura y el movimiento, el hábitat y la vivencia interior.

Algunas sorpresas, además de grandes lienzos desconocidos, nos depara la muestra. En la serie Cuaderno Usa (1972) los dibujos, el papel, el color se llenan de breves escrituras, buena parte de naturaleza humorística: Noche vietnamita Ho Chi Ming, Nixon y tres perros calientes? La serie Gauguin (1974) acude al dibujo y al retrato con la soltura de un postexpresionista de los años treinta? Y la serie CanManhattan (1978) abre ya las puertas a ese nomadismo que no abandonará. El rigor de la geometría, a veces en homenaje a arquitectos, y la gestualidad del expresionismo abstracto?

Y, de inmediato, la obra más intensa. Y la más obsesiva: la ciudad y el caminante, el orden y la amenaza siempre ebria de la vivencia y la emoción, los planos de color, la regularidad de horizontales y verticales, sin dejar de mostrar la huella de quien ha transitado por su superficie.

Padorno es contemporáneo de este siglo por su extremada libertad, su ausencia de complejos, por ser capaz de acudir a lo más cotidiano y a lo más hermético, por tratar con suma atención un objeto hallado en la playa y una referencia cultural más remota, un fragmento de The Waste Land, la anotación de Eliot o de Pound, unos versos de Lezama. Padorno transita en la libertad. Sin complejos. A veces con una mezcla de humor y solidaridad. El encuentro con Manhattan lo vive desde la ladera insular, aunque luego lo reelabore de forma insistente en su estudio de Madrid, allí tan cerca de la plaza de toros de Las Ventas.

La ciudad y el caminante, las obras de sus admirados Gehry, Moneo, Sáenz de Oíza, junto al vértigo de la pintura. Europa o América, esta o aquella ciudad, este o aquel edificio, Paladdio o Sullivan, un encuentro con la obra de Giotto junto a un homenaje a Munch, un diálogo con Clyfford Still y Millares bajo las fronteras del orden lineal: el movimiento que se agita con vértigo y el hechizo de la forma y la unidad.

No se puede dejar de ser el que se es y Padorno tensa su creación entre dos extremos ante los que guarda un inquietante equilibrio. La unidad requiere para él de trascendencia: Giotto, la religiosidad de una pintura que acoge el espacio arquitectónico; las estructuras formales de un Fray Luis de León o San Juan de la Cruz, la aspiración utópica de Mondrian? La forma destella luz. Es su receptáculo. Es la unidad que atrapa sin medida al pensamiento, la religión, la filosofía. Al otro lado, el espacio vivencial y el extravío, la existencia que pregunta de modo insistente por el sentido, aquí donde el artista maniobra y hace lo que puede para dejar constancia de su radical y angustioso vértigo. ¿Por qué Munch, por qué Still, Motherwel, los informalistas? ¿Por qué ese tránsito al mundo de la tauromaquia, o a la representación, en la línea de un Philip Guston? El espacio de meditación, siempre intenso, como apunta Josefina Betancor, cuenta con la emoción que trasciende y saca al ser de sí, y lo hace indecible. Y al otro lado de este nomadismo formal, interior, a veces nouménico, el chispeante y más callejero destello: ese que ve en los mendigos que viven en los portales de los grandes edificios de NY, y en cualquier paseante solitario de Madrid o de Las Palmas de Gran Canaria. Ese bullicio inmediato, de silencios, de complicidades, en la noche, en un encuentro con los amigos de Nocturna free, o en el callejeo por la ciudad.

Lo que hoy podemos comprender es la manera radical que tiene Padorno de exponerse en sus obras. Era un pintor, no un simulador. No quiso dejar ocultas sus pasiones, sus lecturas, las obras que le sedujeron. A algunos artistas ya los hemos mencionado. Pero a otros, como a Rothko, acudirá en diversos momentos de su obra, de su vida.

Padorno percibió las obsesiones de Rothko: el vértigo de la trascendencia y la muerte. Y no dejó de ser él mismo, no dejó de exponerse porque era lo indecible lo que atraía. ¡Qué importa lo evidente! Cuando el Yiyo, su amigo torero, muere de una cogida, realiza una capilla cercana a la ideada por Rothko. Así era, no podía dejar de ser el que era: estar expuesto a la transparencia, a la amistad, o a la pasión del conocimiento. Sabía que el arte se comparte, como el amor, también como la soledad. No necesitaba ocultar sus deudas. Al contrario: las volvía homenajes. Y seguía con libertad inusitada. A la pintura central de la capilla dedicada al Yiyo le coloca unos cuernos de toro para escándalo de los provincianos críticos de Canarias. ¿Por qué no?, ¿no había jugado ya Rauschenberg con una cabra disecada?; y Schwitters, ¿no había echado mano de objetos de despojo mucho tiempo atrás? También pone cuernos a algunos de sus Nómadas. Aquí, en Un oficio indecible, podemos ver su Toro cerúleo, que ya esboza una mutación en su pintura. Su insularidad y atlantismo vienen entonces a alcanzar otra expresión.

También Manuel Padorno se hace hoy más comprensible. Transitó por diversas expresiones artísticas de la historia del arte, las eligió, las trajo al presente y las hizo contemporáneas, como cuando hoy accedemos a internet, creamos un power-point o un fotolibro, o cuando abrimos una imagen tras otra, o mezclamos músicas distintas. Del mismo modo simultaneó espacios y vivencias. Y algo que hoy parece cada vez más evidente: Padorno, aunque conocía el valor y la profunda emoción de un cuadro de cualquier época, no hizo del saber una jerarquía. Tampoco se relacionó con los otros de forma jerárquica. La exposición Manuel Padorno. Un oficio indecible cuenta, además, con tres piezas visuales realizadas por Miguel G. Morales que atestiguan esta comprensibilidad contemporánea: El mar era vivir, La música callada y Queda un hombre dentro de las mares altas del silencio. En ellas, Manuel Padorno aparece ahora bajo los ojos de Josefina Betancor, Caballero Bonald, Chirino, de Rafael Canogar, o del propio Miguel Morales, como lo que siempre fue, un pintor que salía de la soledad para compartir lo que solo él, por su generosidad, extraía de lo inefable: el nomadismo vivencial y creador de este tiempo nuevo.

Exposición: 'Manuel Padorno. Un oficio indecible' Lugar: Espacio Cultural CajaCanarias de Santa Cruz de Tenerife. Dirección: Calle San Clemente 22. Fecha: Se clausura el 21 de diciembre de 2019. Horario de visita: De lunes a viernes de 10.00 a 13.30 horas y de 17.30 a 20.00 horas.