Hay unos 5.000 kilómetros desde Banda Aceh hasta Jayapura, los dos extremos de un país de 264 millones de habitantes y compuesto por unas 17.500 islas. Su biodiversidad es apabullante. Podemos ver dunas, playas, manglares, arrecifes de coral, marismas, pantanos, montañas y todo lo que uno pueda imaginar.

Debido al rápido crecimiento de la población, la industrialización descontrolada y a la poca sensibilidad medioambiental de sus dirigentes, más preocupados por hacer dinero y competir con otros países islámicos para ver quien es más radical, todos estos tesoros están en peligro. El plástico ya forma parte del paisaje de playas y ríos, Sumatra y Borneo arden desde hace meses, mientras el mundo mira hacia el Amazonas. Europa está tratando de prohibir o controlar la producción de aceite de palma, mediante acuerdos con los países productores sin demasiado éxito, por el momento. Este aceite de palma, a parte de que no es el más saludable, es el causante de la deforestación masiva en muchos lugares como este. Destruyendo el hábitat de miles de especies, entre las que se encuentran grandes primates como el orangután.

Me decía un pequeño empresario del sector, al que tuve la oportunidad de conocer en Borneo, que los occidentales nos creemos el centro del mundo y que obviamente no lo somos. Me contaba, con un inglés muy bueno, que China, India e Indonesia son los mayores consumidores de este producto del planeta y entre los tres países suman el 40% de la población mundial. Reflexionaba acerca de una hipotética prohibición en Europa, EEUU, Canadá y Australia del aceite, algo muy poco probable, pero imaginémoslo me decía. "Son solo el 15% de la población global, pero sigue mermando y nosotros en pleno crecimiento, en 20 años seremos el 50%, nos da igual lo que piensen, nosotros seguiremos explotando nuestros recursos como creamos que es mejor para nuestro pueblo".

La primera parada en Papua fue Sorong, situada en la cabeza del pájaro de la península de Papua Occidental, es un lugar sucio y decadente donde todo gira en torno al puerto y su actividad comercial. Un campo de fútbol con calvas en el césped, justo al lado de la comisaría, es el único lugar donde encontré actividad humana el domingo por la tarde.

El propio Ministerio de Turismo te recomienda no hacerles trabajar los domingos, no coger una guagua o ir a un restaurante, porque es un día reservado para la familia y la religión. Lo cierto es que parecía una ciudad fantasma.

La falta de sensibilidad con el medio ambiente en todos los lugares que he visitado en Indonesia provocó mi risa cuando un empleado gubernamental me dijo que tenía que pagar 1 millón de rupias (unos 65?) para entrar y proteger el archipiélago de Raja Ampat, en la costa oeste de Papua, donde viven pequeños grupos de personas dedicadas principalmente a la pesca y al transporte marítimo de personas. Después de pagar la entrada y estropearle la mañana a aquel empleado, diciéndole (estaba muy cansado del viaje y de mal humor) que no me creía que hicieran nada productivo con ese dinero, me subí en un bote enano en dirección a la pequeña isla de Arborek, situada entre Pulau Mansuar y Waigeo. En apenas diez minutos puedes darle la vuelta andando y la altura máxima no llega a los dos metros sobre el nivel del mar. La población indígena son los Arborek, que toman el nombre de la propia isla, y al parecer algún turista aventurero viene por aquí para hacer submarinismo de vez en cuando. Dicen los lugareños, como en todos lados donde preguntas, incluido El Hierro, que tienen los fondos marinos más espectaculares del mundo, lo que demuestra el orgullo que sienten sus gentes del entorno privilegiado en el que viven. Ciertamente el lugar está tan limpio que pasé tres días en la isla andando y trabajando completamente descalzo, pero tal y como pude comprobar, no es el gobierno quien limpia. Estas humildes personas son tremendamente conscientes de lo importante que es que el mar esté limpio para su subsistencia, así que cada persona limpia un cachito de tierra para que ningún residuo vaya a parar al mar, es muy sorprendente encontrar una comunidad así en cualquier lado del mundo, pero en Asia es casi un milagro divino.

En la minúscula isla conocí a Anggeline una muchacha de 28 años nacida en la isla de Flores. Me confirmó lo que me temía, el gobierno no invierte un solo céntimo de la tasa turística en el archipiélago. Una de las razones principales por las que ella está aquí, me contó, es porque tuvo una crisis de principios religiosos: es cristiana y al tener ya esa edad, su familia no deja de presionarla para que se case y tenga hijos. Ella no quiere. Prefiere disfrutar de esta vida sencilla, donde no tiene que preocuparse por que ponerse al día siguiente, la peluquería o dónde ir a cenar con su pandilla.

Conseguí fotografiar a varios locales, muy fácilmente, son amables y abiertos. ¡Todo fue sobre ruedas con su ayuda!

Anggeline me contó que trabaja para una ONG que desarrolla un proyecto en varias islas, llamado bare foot (pies descalzos), para concienciar a los habitantes de mantener el mar y los pueblos limpios. Llevan varios años haciéndolo y obteniendo unos resultados excelentes.

Al tercer día de estancia, con todo el trabajo hecho, decidí alquilar un tubo y unas gafas para curiosear un poco por su espectacular arrecife de coral. Recuerdo hacerlo con mi abuelo Rodrigo cuando era chico; salir a pulpear muy temprano y pasar todo el día metido en el agua, ayudándole también a recoger los tambores de morenas. Hacía mucho tiempo que no me ponía una de estas.

Salté en el agua desde el puerto y al abrir los ojos, lo que vi, me dejó sin aliento. Es el mundo de mi colega Francis Pérez, de Tenerife, un fotógrafo submarino galardonado internacionalmente, de los que saben componer y no solo catalogan peces y plantas bajo el agua. Lleva meses convenciéndome de que salga con él para nadar con tiburones y, sinceramente, entre el poco tiempo que tengo y la palabra tiburón de por medio, pues no he tenido oportunidad.

Miles de peces, de todos los colores y tamaños se acercaban a mi sin miedo, tuve que apartar alguno que me pareció demasiado atrevido y grande. No sé cuanto tiempo estuve en el agua, pero sí aprecié el momento exacto en el que decidí que era suficiente por hoy. Mientras me dejaba arrastrar por la fuerte corriente entre Waiseo y Arborek y me sumergía de vez en cuando, para ver los colores del coral de más cerca, un tiburón, tal vez de dos metros y medio, aunque a mi me pareció que media diez por lo menos, se acercó a mi a toda velocidad. Recuerdo pensar, vale, se acabó idiota. En realidad, cuando aquel bicho me vio de más cerca y vio lo feo que era, se dio la vuelta a la velocidad del rayo y desapareció en el profundo azul. Nadé dándome la vuelta de vez en cuando, hacia la orilla, casi sin respirar, me subí sobre el coral ya destruido, más cercano a las viviendas, donde me corté la planta de los pies, lo que empeoró mi paranoia, por eso de la sangre y los tiburones en las películas y corrí por encima del agua como cien metros.

Lo gracioso de todo esto, es que un rato después tenía ganas de volver a entrar en el agua. No lo hice.

Esta semana volaré a Filipinas, ya cruzado el ecuador del proyecto, espero conseguir llegar sin demasiadas dificultades a los lugares señalados, veremos qué pasa.

Arturo Rodríguez.

Santa Cruz de

La Palma, 1977

Desde 1995 hasta 2003 colaboró con medios locales y nacionales de manera habitual. Tras algunos acontecimientos de relevancia internacional en las Islas, comenzó a colaborar para la agencia Reuters y luego consiguió abrirse hueco en Associated Press, donde verdaderamente se formó como fotógrafo de agencia, siendo corresponsal para Canarias, Ceuta y Melilla durante tres años. Más tarde pasó otros tres en Madrid, donde llegó a ser editor adjunto para España y Portugal.

Ha publicado en The New York Times, Interviú, El País, El Mundo, Tiempo, la revista Time, el International Herald Tribune, Washington Post, Der Spiegel, Paris Match o XL Semanal. Y ha trabajado para la organización ecologista Greenpeace.

En 2007, su trabajo sobre la inmigración africana hacia Europa fue reconocido por partida doble en los World Press Photo en las categoría de noticias de actualidad y gente en noticias.

Ha recibido una mención de honor especial en Canadian International Digital Photography Award, YIPPA 2011 y The World Wide Photography Gala Award, por su trabajo sobre la epidemia de cólera en Haití.

Finalista en el premio Lucas Dolega 2013 de fotografía de guerra por la cobertura del conflicto en el norte de Birmania.

Mención de honor FCCT / Lightrocket photo contest 2015 (Foreign Correspondent Club of Thailand) por su trabajo sobre las minorías étnicas en Myanmar, Face Oblivion. Primer premio, individual (segundo general) en el VI Concurso de Fotografía de Prensa y Documental de Canarias 2015.

Primer premio individual y primer premio de reportaje en el VII Concurso de Fotografía de Prensa y Documental de Canarias 2017. Arturo Rodríguez ha impartido distintos seminarios y talleres en diferentes lugares del mundo, ponente en las charlas TEDxLa Laguna. Embajador de buena voluntad de la Unesco y miembro del equipo Fujifilm X-Photographer.

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