Cuando María Teresa de León y Rafael Alberti se despidieron de la agonizante España republicana en 1939, camino del exilio hacia Argentina, la última imagen que atraparon sus retinas desde la borda de aquel barco que se alejaba rumbo al horizonte fueron unas montañas: la sierra de Aitana, en Alicante. No fue casualidad que la niña que vino al mundo en el año 1941 en Buenos Aires recibiera el nombre de aquella mirada nostálgica.

María Teresa y Rafael escribieron juntos muchos renglones de sus vidas. Él, comunista y poeta, marinero en tierra; ella, ávida lectora de la biblioteca de su tío Ramón Menéndez Pidal, reivindicativa y defensora de los derechos de la mujer, escritora de novelas y obras de teatro y una figura injustamente orillada de aquella generación del 27, de la que acaso fue uno de sus exponentes más brillantes.

Cuando salieron de España lo hicieron con el puño en alto y cuatro décadas después, tras una parada en Italia huyendo de la dictadura argentina, regresaron con las manos abiertas para abrazar la nueva democracia.

Por los caminos de la vida, Marina Alberti nació en Montreal (Canadá), en 1982. Su madre, aquella Aitana, reconocida poeta, narradora, traductora, siempre movida por cuestiones ideológicas, decidió arribar a Cuba con su niña de dos años. "Me siento cubana más que española; ahí me crié". Eso pese a no tener ningún lazo de sangre ni raíz caribeña. Y fue así como aquella isla se convirtió, como cantó Pablo Neruda, en su única residencia en la Tierra. "Mi madre, con 78 años, sigue viviendo allí", y, aun siendo Argentina, "sostiene que su país es Cuba", dice Marina.

No sólo fue la magia intrínseca de la isla, sino también el clima familiar de quienes le inculcaron el interés "por las películas, la lectura de las imágenes", explica. De hecho, en cierto momento su madre le confesó que era una fotógrafa frustrada.

También Cuba, culturalmente, representaba un lugar "plenamente enriquecedor" para un niño. "El cine, por ejemplo, es muy barato", subraya. Recuerda que comenzó a relacionarse con las salas y las proyecciones a la edad de doce años, en el Festival de Cine de La Habana, donde se empapó del panorama internacional y las vanguardias: el neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa, las nuevas tendencias del cine latinoamericanas... "Fue algo fundamental en mi vida".

Cuando le llegó el momento de decidirse por sus estudios universitarios, Marina presentó la propuesta de admisión en Historia del Arte y Cine. Finalmente, tras una larga conservación con su madre, se decantó por el Séptimo Arte.

Ingresaba así en la Universidad de las Artes de La Habana, un centro que mantiene un estrecho vínculo con la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, cuna del cantautor Silvio Rodríguez, "un lugar que para los cubanos representa un postgrado; siempre hay entre ambos un trasvase y una comunicación".

Allí, con 19 años, conoció a José Alayón, con el que trabajó en su tesis: el corto titulado Niño con lluvia. "Formaba parte del equipo de arte. Y la verdad es que nos hicimos muy amigos...". Lo cierto es que, como en el guion de tantas películas al uso, chico conoce a chica o chica conoce a chico, la historia derivó en que Alayón terminaba su estancia en la escuela y se marchó. Ella, "por cuestiones de la vida", permaneció en la isla.

Fue con 23 años cuando Marina inició otro periplo vital y emocional. Decidió instalarse en Buenos Aires, donde cursó estudios de documental y escenografía, "porque realmente mi especialidad es la de dirección", además de desarrollar labores de montadora, productora...

El propósito de aquel viaje no era otro que el de reencontrarse con parte de su familia. Su abuela María Teresa se había casado muy joven, a la edad de 17 años, con Gonzalo Sebastián Alfaro para después divorciarse, y de aquella relación nacieron dos hijos. Marina conoció en Argentina al mayor de ellos: su tío Gonzalo.

Durante un año estuvo familiarizándose con las latitudes del Cono Sur: Argentina, Chile, Ecuador..., pero, como si quisiera revivir el tornaviaje, puso rumbo a Madrid. Ya había mantenido un encuentro infantil con la capital de la metrópoli, cuando en 1988, con tan solo 5 años, estuvo por primera vez en España a causa del fallecimiento de su abuela, ya con alzhéimer: ese duro exilio interior.

"La verdad es que me pareció una ciudad muy fría", acaso consecuencia del contraste que representaba aquella urbe para una niña recién llegada, teñida por los colores y aires tropicales. "A través de la ventanilla del avión tengo grabada en la retina la imagen de un lugar cubierto de invierno, con unos tonos marrones... Aquello nunca se me olvidará".

Con 23 años, y echando mano de sus lecturas, rememoraba las letras de su abuela y su libro Memoria de la melancolía. "Ella, en su relato, recuerda Madrid con mucho, muchísimo cariño", aunque se detuviera en anécdotas duras, dolorosas y hasta crueles. "Dejó escrito que los años de la Guerra Civil representaron un momento crucial para aquella ciudad republicana: la solidaridad ciudadana, la lucha contra el fascismo...".

Y estableciendo un vínculo con su abuela, Marina la considera hoy "una ciudad muy áspera, que te curte mucho, pero a la que me resulta imposible hurtarle un cariño muy especial".

En Madrid sostiene que es posible desarrollar un proyecto humano y también profesional, pero esto "requiere un tiempo para procesar y entender la ciudad", que en ese particular idilio "me enseñó a percibir mi entorno de una manera mucho más visceral".

De nuevo se cruzaron en su escena "esas cuestiones de la vida" y durante trece años se dedicó a muchas cosas nada relacionadas con el mundo del cine propiamente dicho. Comenzó a estudiar Antropología Social y Cultural en la UNED, hizo labores de consultora visual para el proyecto Bosnian Bones, Spanish Ghosts, de la Goldsmith University de Londres y participó en el proyecto I+D+i Todos los nombres de la represión de posguerra en Ciudad Real, relacionado con testimonios de la memoria histórica.

"Hice muchas cosas, y las hice por cuestiones vitales", desvela con un cierta halo de nostalgia.

En 2016, José Alayón, que por entonces estaba residiendo en Madrid, le confesó que se marchaba a Chile, a la Patagonia. "Yo iba por un lado y él por otro, pero conversamos y, en ese momento, asumí que aquello representaba un acto de liberación, que me enfrentaba a una inflexión en mi vida", un punto de ruptura que recibió sin fisuras el apoyo de su grupo más íntimo de amistades.

Así, acomodó una valija de sueños y viajó hacia el universo austral, junto con Théo Court (director de Blanco en blanco) y José Alayón (productor y director de fotografía), para desde su condición de productora ejecutiva ir seleccionando y fijando las mejores localizaciones.

"En todo aquel proceso de búsqueda se establecieron múltiples conexiones: en la mirada, las inquietudes, en cómo decir y contar... Había una sensibilidad compartida, un estado que es difícil encontrar en una pareja (siempre el amor)".

Sobre su relación con las imágenes explica Marina que "hay componentes sensoriales y también otros muy teóricos. La semiótica de la imagen va contigo" en ese tránsito.

Y habla de una pulsión que te permite distinguir cuál debe ser el ritmo y la concatenación de imágenes más apropiada o bien cómo buscar componerlas. "Es el resultado a mucho tiempo de esfuerzo y trabajo", subraya.

También admite que es posible reconocer ese momento especial, cuando una percibe que ha logrado atrapar el alma de un personaje. "Me gusta mucho trabajar con las personas, con actores y actrices" y, en su caso, la prolija tarea que ha desarrollado a lo largo de estos tres últimos años con El Viaje Films "siempre ha sido desde el plano de la producción ejecutiva, estableciendo vínculos muy cercanos y cómplices con los directores que, por encima de todo y más allá, son amigos".

En ese proceso explica que se comparten y se admiten consejos, se establecen lazos de confianza. Por ejemplo, en el caso de la película Blanco en blanco y más concretamente con el personaje de Aurora, interpretado por la actriz Lola Rubio, descubre Marina que se encontraba de noche con José en Madrid y la vieron. Inmediatamente cruzaron miradas y sentenciaron: "El papel es de ella". Posteriormente hubo un debate con el director, Théo Court, que ya había valorado la posibilidad de otras actrices, pero aquella fue una apuesta clara de Marina.

Y si bien no sabe describir con palabras por qué y cómo se establece esa conexión, acaso tenga que ver con una pulsión emocional y, aunque en apariencia suene a algo platónico, detrás existe un intenso método de trabajo. "Mantuve largas conversaciones con Lola, previas a su encuentro con el director, y ahí ya notas que esa persona coincide contigo, que hay algo que empieza a fluir", una experiencia similar a la que vivió Théo Court con el protagonista, el chileno Alfredo Castro.

Durante el tiempo que duró el rodaje de los exteriores en la Patagonia, en un ambiente inhóspito, prácticamente salvaje, con temperaturas que alcanzaban los 20 grados bajo cero, se fue fortaleciendo el calor de aquel idilio incipiente que pareció latir a prueba de todo: "Hemos estado en el subsuelo de Madrid con La ciudad oculta; en la sierra Maestra de Cuba, con A los que luchan; en la Patagonia, con Blanco en blanco...".

Y aquí descubre una clave: "tanto a José como a mí nos apasiona todo el desarrollo de lo que es una película pero, fundamentalmente, el rodaje en sí; lo necesitamos, es algo sencillamente adictivo", si bien afirma que una de las maravillas del cine es su capacidad para generar colectividad.

Cuando el equipo de Blanco en blanco se trasladó a Tenerife para trabajar diálogos e interiores, Marina ya vivía como una isleña más. "Aquí me siento como en casa. Es un lugar que guarda muchas similitudes con Cuba y no puedo evitar vivirlo así". Pero, además, destaca que, orográficamente, el paisaje le transmite la sensación de "un lugar fantástico para proyectar la creatividad".

De la Isla le soprende esa combinación de mar y montaña, pero, sobre todo, las personas. "Me pierdo por los pueblos y descubro rostros de películas de Pasolini".

Marina es mucho más que la nieta de Rafael Alberti.