Europa está recorrida por tradiciones antagónicas que, sin embargo, presentan la misma fisonomía. La promesa de una sociedad ilustrada, que haya superado cualquier forma de discriminación, reclama los mismos símbolos que la Europa colonizadora. Dos almas en un mismo cuerpo. ¿De dónde procede esta ambigüedad radical? ¿Cuál es su fuente? Sin duda, son preguntas pendientes. Como señaló Giorgio Agamben, se trata precisamente de la ambivalencia que pesa sobre la distinción entre los derechos del "hombre y del ciudadano" de la Declaración en 1789. El proyecto de emancipación e igualdad para todos los seres humanos se degrada hasta invertirse y legitimar los intereses exclusivos de la propia nación y sus ciudadanos. La separación biopolítica entre los "nuestros" y los otros estructura la historia de los Estados modernos.

En febrero de 1848 estalla la revolución en París y se extiende durante cuatro meses por toda Europa. A pesar del eco en ella de 1789, un nuevo imaginario se impone entre los insurrectos. La lucha contra el orden instaurado por la Santa Alianza convierte al nacionalismo en "la regla básica de la modernidad para tener una identidad" (Richard Sennett). Los extranjeros que conspiraban en París a favor de la revolución de pronto se sintieron incómodos y extraños. La lengua materna, el arraigo al terruño y las costumbres "ancestrales" configuraban un colectivo compacto en el que no encajaban. Aunque se hablase de libertad, surgían nuevas formas de exclusión. Entre aquellos exiliados deambulaba el escritor ruso Alexander Herzen, quien, a lo largo de su vida nómada, llegó a comprender que el nacionalismo bloquearía la realización del sueño ilustrado de libertad, igualdad y fraternidad. El socialismo, creía, sólo podía construirse a partir de la experiencia de los exiliados. De ahí que el futuro pasara por convertir Europa, de cabo a rabo, en tierra de extranjeros. El siglo XX confirmó sus temores. Las dos guerras mundiales son incomprensibles sin la expansión nacionalista.

Precisamente la exposición Europa: ese exótico lugar, comisariada por Gilberto González en TEA, abre un espacio para extrañar nuestra visión del Viejo Continente y despertar la imaginación crítica. Pues no hay pensamiento que no parta de la extrañeza. Para empezar, y no es poco, entendemos que las élites canarias se empeñaron en financiar un arte que las sobreidentificara con lo europeo y con ello camuflara todo rastro de presunta barbarie y atraso cultural. Había que apresurarse a reprimir la extrañeza. Sobre todo, la propia. Los carriles del progreso inexorable dejan en un pasado romántico a los pueblos supuestamente primitivos. Además y, en correspondencia con ello, la dominación económica debía nimbarse con la posesión de "buen gusto", trasmitido "naturalmente" de generación a generación, como sigue pontificando hoy la mitología del patrimonio genético. La legitimación de la desigualdad podía descifrarse en el arte cultivado por la burguesía.

El punto de fuga en la exposición, a mi juicio, es una pequeña fotografía de Agustí Centelles: Campo de refugiados de Brem de 1939, que probablemente desconcierte a más de un visitante. Inesperada, fuera de lugar si se tiene en cuenta el contexto de las obras escogidas. Tanto mejor. En cualquier caso, Gilberto González acertó de pleno al elegirla. Por el campo de Brem (Francia) pasaron 16.000 exiliados españoles. La identidad de Europa se juega precisamente en el peso de la memoria de aquellos campos en las políticas migratorias actuales. Si Europa tiene algún futuro será aquel que María Zambrano atribuía, como virtud, a la Verdadera Patria: la experiencia del exilio. No se trata de estetizar el sufrimiento, sino de pensar una forma de convivencia que no dé por supuesta la expulsión del diferente. Ese es el mensaje del exiliado, que lo distingue del refugiado y del desterrado, como también descubre María Zambrano. El refugiado ha sido de algún modo acogido en otro país. El desterrado se define por su relación con lo que dejó atrás. En cambio, el exiliado lo hace por lo ausente futuro, lo desconocido, una forma de habitar sin posesión ni pertenencia. Una Europa que asumiese la extrañeza interior, aquella de la que huye todo nacionalismo, podría acoger a cada extranjero como si fuera de casa. Reavivar así el proyecto de nómadas como Alexander Herzen.