Bajo la firma del arquitecto, historiador y ensayista canario Jorge Gorostiza (Santa Cruz de Tenerife, 1956), escritor prolífico y especialista en el estudio de los vínculos intertextuales entre el cine y la arquitectura, aparece estos días en las librerías españolas su último trabajo de investigación con el título El intruso electrónico. La TV y el espacio doméstico, publicado por la editorial murciana Newcastle Ediciones dentro de su serie Écfrasis. Y aunque el tema no forma parte stricto sensu de los materiales que habitualmente conforman su especialidad, el rigor que aplica el escritor en la consecución de sus objetivos convierte su primera incursión en el ámbito del fenómeno televisivo en un ameno y revelador ensayo donde cualquier lector interesado por el tema podrá encontrar razones sobradas para sumergirse a fondo en sus 154 páginas y extraer de ellas sustanciosas conclusiones, algunas, por cierto, tan poco aleccionadoras como la del devastador protagonismo que ha ejercido, y ejerce en la actualidad, en todos los órdenes, la TV sobre las vidas de millones de individuos en todo el mundo.

En cualquier caso, y como destaca el propio autor en la introducción del libro "Este texto constituye el resultado de un estudio aún en desarrollo sobre las relaciones de los espectáculos con la arquitectura que, como muchos otros, surgió de un modo fortuito? Una investigación sobre cómo se han ido desarrollando modificaciones en la arquitectura a causa de los espectáculos que ha albergado, primero solo con el sonido del fonógrafo y la radio, después junto a la imagen en movimiento del cine no profesional y por último con la unión del sonido e imagen gracias a la televisión. Un esbozo preliminar de este estudio se plasmó en el artículo La televisión y el castillo de cartón, publicado en la revista de arquitectura Metalocus, en un número especial para el que se pidió a varios arquitectos que escribieran sobre un elemento de las viviendas".

Así pues, no existe la menor duda acerca de las líneas de fuga sobre las que cabalga Gorostiza en su propósito de abrir las compuertas que le permitan interpretar el universo de las artes, y de los medios de expresión en su conjunto, desde el prisma de la arquitectura, un prisma tan apasionante como revelador de la teoría, tantas veces injustamente denostada, de los vasos comunicantes que interrelacionan los ámbitos más diversos de la creación y que desvela una vez más las corrientes de pensamiento que los vinculan entre sí. El tema es verdaderamente complejo y requiere mucha más atención de la que le han prestado hasta ahora sociólogos, críticos, historiadores y semiólogos, especialmente en nuestro país, ante la demonización sin matices al que ha sido sometido el medio desde que se descubrieran sus demoledores efectos en la capacidad crítica de los sectores menos ilustrados de la población.

El análisis que propone el escritor contempla además un pormenorizado examen de la función que cumple la presencia de los receptores en los diversos espacios en los que se los ubica. Es una obviedad que dicha presencia no sólo no es fruto de la arbitrariedad de nadie sino de una necesidad imperiosa de encontrarle un cierto sentido escenográfico en relación con la composición integral de cualquier escenario, privado o público, en el que dichos receptores suelen instalarse. De este modo, el libro abre nuevas puertas a la comprensión y al entendimiento de ciertos aspectos, esenciales sin duda, sobre la composición y consiguiente resignificación del espacio en función de la utilidad de cada elemento que la compone.

El libro, que el pasado jueves fue presentado en la veterana librería madrileña 8 y ½, recoge, además, un puñado de reflexiones sobre el impacto emocional que la llegada de la TV provocó entre los primitivos usuarios del invento en las sociedades acomodadas -y las no tan acomodadas- de las décadas de los años cincuenta y sesenta, tanto en el ámbito estadounidense como en el europeo, y sin excluir naturalmente al español, cuando el mundo asistía a la puesta en marcha de uno de los instrumentos de comunicación más populares, controvertidos e influyentes de la historia contemporánea y cuya implantación en nuestro país, como no podía ser de otra manera tratándose de un escenario político fuertemente controlado por una de las dictaduras más reaccionarias de la época, tardaría bastantes años más en producirse.

Naturalmente, tal retraso supuso para España la desconexión -una más- del proceso de modernización que impulsó el nuevo invento en las sociedades democráticas del mundo al término de la Segunda Guerra Mundial y que fueron fraguando una nueva cultura de marcado sesgo popular en torno a un terreno inexplorado hasta entonces por los mass media pero cargado de mucho futuro, como ha quedado bien patente a lo largo de las últimas cuatro décadas con la proliferación de todo tipo de cadenas de producción y el crecimiento exponencial de una industria sobre la que convergen los intereses más disímiles.

Hoy la televisión es un artefacto de uso común para la inmensa mayoría de los hogares de todo el mundo y un acompañante omnipresente en bares, clubes, autobuses, salas de espera, cuarteles, piscinas públicas, hospitales, y restaurantes, así como en un largo etcétera de espacios públicos y privados donde exista algún rincón en el que pueda ubicarse y telespectadores que la consuman. Su presencia conforta, acompaña, divierte y genera, y eso es lo peor, grandes nidos de dependencia entre los sectores de población más vulnerables a los metalenguajes promocionales y reduccionistas que emplea el medio para fidelizar a un público escasamente familiarizado con el espíritu crítico que debería presidir la actitud intelectual de cualquier espectador.

Pero antes de su completa incorporación al orden natural de nuestras vidas, antes incluso de que se transformara en uno de los ejes cruciales de la comunicación moderna, la TV irrumpió en nuestro entorno con un claro objetivo: convertirse en una de las fuentes de divulgación informativa y de ocio más preclaras, adictivas y eficientes del siglo XX. Y a fe que lo han conseguido, y con creces, pues si consultáramos a los usuarios más compulsivos del medio, es decir, aquellos que no conciben sus vidas sin la compañía más o menos cercana y permanente de uno o varios de estos aparatos en sus hogares, ninguno albergaría la menor duda acerca del papel que estos han desempeñado -y desempeñan- en el curso del tiempo desde el momento en que cayeron presa de sus potentes poderes adictivos.