La imagen más extendida del Hollywood clásico es la de un inmenso e inabarcable firmamento cuajado de estrellas al que contemplamos como una suerte de idílico paraíso sobre el que proyectamos nuestras más íntimas aspiraciones y donde se fraguan algunos de los mitos que alimentan y condicionan nuestra existencia en una sociedad cada vez más orientada hacia el terreno del consumismo más desbocado. Es tal el hechizo que provoca esa imagen en el imaginario popular que hemos acabado por sentirnos plenamente identificados con quienes de una u otra manera constituyen su principal activo: las estrellas. Pero no todas, como la inclasificable Geraldine Chaplin (Santa Mónica/California, 1944), pongamos por caso, han brillado con la misma intensidad, ni han ejercido el mismo efecto hipnotizador, a pesar de disponer de un potente arsenal de recursos dramáticos y de haber deslumbrado al público con interpretaciones memorables.

Aunque dotada de una presencia física muy alejada de los prototipos que imperaban en el cine de los 60 y 70, la vida profesional de la popular actriz estadounidense ha constituido, desde sus inicios, una continua carrera de obstáculos hasta conseguir el reconocimiento general del que ha gozado durante décadas pues, además de no reunir los requisitos formales exigibles a cualquier star convencional de la época, su encaje real en el mundo del espectáculo tardó algún tiempo en llegar. Pero cuando llegó, a finales de la década de los años sesenta, su imagen frágil y huesuda pasaría a ocupar, con sobrados méritos, un lugar privilegiado en la constelación de celebridades del viejo Hollywood. Hecho insólito en un mundo cubierto por grandes dosis de artificio, insidia y glamour.

Hija del mítico actor, productor, compositor y director británico Charles Chaplin y de Oona O'Neil, primogénita del legendario dramaturgo neoyorquino y ganador del Premio Pulitzer Eugene O'Neil, tuvo el impagable honor de debutar en la gran pantalla de la mano de su propio padre en un papel tan escueto como inolvidable en Candilejas (Limelight, 1952), cuando aún no había cumplido los ocho años, acompañando tanto a su progenitor como al gran Buster Keaton en un sobria y emotiva reflexión sobre la vejez que marcó a fuego la trayectoria artística de todos los que participaron en ella.

Pero aquel fugaz debut, que en modo alguno presagiaba el brillante futuro profesional con el que despuntaría años más tarde, no tendría continuidad hasta 1964, año en el que el prolífico e irregular realizador francés Jacques Deray la elige para protagonizar junto a Jean-Paul Belmondo la coproducción hispanofrancoitaliana Secuestro bajo el sol (Par un beau matin d´eté), entretenida adaptación de una popular novela de James Hadley Chase que, no obstante, no aportaría, como tampoco lo haría su siguiente trabajo en Iremos a la ciudad (Andremo in città, 1966), del italiano Nelo Risi, la menor gloria artística, ni a Deray ni a su destacado partenaire Nino Castelnuovo, uno de los actores más prolíficos del cine italiano de la época.

Su verdadero reconocimiento como actriz de proyección internacional no le llegaría hasta el día en que David Lean, autor de algunas de las superproducciones más taquilleras y respetadas de la historia, se fija en ella para asignarle el papel de la atormentada Tonya Gromeko en Doctor Zhivago (Doctor Zhivago, 1965), personaje al que logra imprimirle, sin grandes excesos, un conmovedor y convincente realismo, al tiempo que le facilitaría su primer encuentro con Carlos Saura -el filme se rodó parcialmente en escenarios españoles- con quien mantendría una prolongada relación sentimental y a cuyas órdenes trabajaría en nueve largometrajes de gran repercusión crítica en la España del tardofranquismo.

Junto a Omar Sharif -su marido en la ficción-, y a un largo y lustroso elenco de estrellas británicas, encabezado por Julie Christie, John Gielgud, Alec Guinnes, Tom Courtenay, Rita Tushingham y Ralph Richardson, así como el intérprete estadounidense Rod Steiger, encarnando magistralmente al ambicioso y lascivo Victor Ipolitovich Komarovsky, la actriz presenta sus mejores credenciales artísticas en una película inspirada en el famoso best seller homónimo del Premio Nobel de Literatura Boris Pasternak, adaptado por el también británico Robert Bolt, componiendo uno de los personajes románticos más inolvidables de la historia del cine, empujado por el fuerte seísmo revolucionario que generó en la Rusia imperial la implosión de la Revolución bolchevique. La película, buque insignia de la Metro-Goldwyn-Mayer desde su clamoroso estreno en 1966, desató el entusiasmo general catapultando a cada uno de sus intérpretes a la cima de la popularidad.

Y aunque obtuvo, insisto, como todos sus compañeros de reparto, un gran reconocimiento de público y crítica, Geraldine demostró no obstante la intuición necesaria para no continuar su trayectoria profesional por esos derroteros y elegir otros caminos que la involucrarían en algunos de los proyectos más arriesgados del cine indie estadounidense sin preocuparle demasiado la consiguiente mengua de su recién conquistada popularidad que, sin duda, le iba a ocasionar un cambio tan radical de rumbo a su carrera.

En 1967, y tras una breve aparición en La condesa de Hong Kong (A Countess From Hong Kong), filme que clausuraría la larga filmografía de su padre como director, inicia su fecunda colaboración con Saura en Peppermint frappé, un relato veladamente surrealista, escrito por el gran Rafael Azcona, Angelino Fons y el propio autor en el que la actriz encarna dos papeles diametralmente opuestos en un extraño y fascinante juego narrativo tocado por el genio visual de Luis Cuadrado.

Aquella experiencia, muy aplaudida por la crítica internacional, fue el inicio de una larga y profunda comunión artística -y sentimental- entre ambos que se saldaría con obras de la categoría de Stress es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972), Cría cuervos... (1975), Elisa, vida mía (1977), Los ojos vendados (1978) o Mamá cumple cien años (1979), algunas de las cuales sirvieron al cine español de ariete para penetrar en el mercado internacional y despejar dudas acerca del auténtico talento de algunos de nuestros cineastas en un escenario dominado por los subproductos más rijosos, superficiales y reaccionarios y por la omnipresencia de una censura que se resistía a desaparecer del todo.

En esos mismos años, su trayectoria empieza a adquirir un cierto tono cosmopolita, combinando trabajos fuera y dentro de España, tras intervenir en producciones tan variopintas como el exótico filme de aventuras Los indomables (The Master of the Islands, 1970), de Tom Gries, junto a un exultante Charlton Heston; el thriller de ciencia ficción Edicto siglo XXI: prohibido tener hijos (Zero Population Growth, 1971), del británico Michael Campus, con el rocoso y temperamental Oliver Reed como partenaire; la estimulante comedia dramática de capa y espada Los tres mosqueteros (The Three Musketeers, 1974), del también británico Richard Lester, donde comparte protagonismo con Faye Dunaway, Michael York, Charlton Heston y Christopher Lee; el drama bélico Los unos y los otros (Les uns et les autres, 1980), de Claude Lelouch, o El espejo roto (The Mirror Crack´d, 1981), de Guy Hamilton, basado en la novela homónima de Agatha Christie, en la que se bate el cobre junto a estrellas de la envergadura de Rock Hudson, Elizabeth Taylor, Tony Curtis, Angela Lansbury, Kim Novak y Edward Fox.

Robert Altman, el patriarca por antonomasia del movimiento conocido como el New Hollywood y autor de, al menos, media docena de obras maestras del cine independiente americano, también la apadrinaría, implicándola en tres de sus más emblemáticos trabajos: Nashville (Nashville, 1975), Buffalo Bill (Buffalo Bill and the Indians, 1976) y Un día de boda (A Wedding, 1978). En la segunda, una cruel parodia del legendario personaje del far west, escrita por Alan Rudolph y el propio Altman para la United Artists, la actriz se desenvuelve, pese a la presencia en el reparto de dos pesos pesados de la categoría de Paul Newman y Burt Lancaster, con una frescura pasmosa, poniendo de relieve su gran versatilidad interpretativa a través de un personaje de una complejidad poco común en el género.

Aunque en sus inicios se la asociaba más a su ilustre apellido que a sus más que contrastados méritos profesionales, el largo y prestigioso recorrido cinematográfico de Geraldine Chaplin, además de a Altman, Saura, Lean, Lelouch o Lester, está indisolublemente unida a la de otros cineastas con pedigrí como Peter Collinson, Alain Resnais, Jacques Rivette, Michael Radford, James Ivory, Pedro Almodóvar, Michel Deville, Richard Attenborough, Pedro Olea o Martin Scorsese, nombres propios del cine con mayúsculas muchos de los cuales han aportado grandes dosis de innovación y creatividad al séptimo arte durante las últimas cuatro décadas y que vieron en la actriz un arquetipo de heroína poco habitual hasta entonces en las pantallas occidentales y capaz de meterse en la piel de personajes tan contradictorios, densos y complejos como el de la madre dominante de la formidable En la ciudad sin límites (2002), de Antonio Hernández, por el que fue distinguida aquel año con el Goya a la Mejor Actriz Secundaria, o el de Aurora, la médium que ayuda a desvelar los insondables misterios que rodean la trama del El orfanato (2007), de Juan Antonio Bayona, una de las producciones más taquilleras del cine español de todos los tiempos.